Una larga historia de amor.

Tantos años de matrimonio llevamos juntos y sin embargo nunca se te va ese brillo tonto de los ojos. Te noto ansioso, nervioso. Te transpiran las manos. Seguís siendo ese chico vergonzoso de siempre. Pasaron meses desde que me trajiste a tu casa. Doce, para ser exactos. Podríamos vernos más. Pero tenés tus cosas, tu trabajo, tus tiempos. Te entiendo.

Ponés nuestra canción en el tocadiscos. Sos tan obvio, tan dulce. La cantás para los dos. Te sentás a mi lado y me volvés a decir las mismas palabras que usaste para pedirme el primer beso. Y como aquella vez, el beso me lo robás. Tu saliva tibia humedece mis labios y con esa maniobra infantil que te enseñaron de joven, me deslizás el bretel del hombro. Acariciás mi pelo, jugueteás como si fueran los rizos de antes. El tiempo nos pasó. Ya no son caoba y mi piel no es la misma blanca y tersa. Pero me hacés notar que a pesar de los años tu amor no se desgasta.

Terminamos en nuestra habitación. Permufaste las sábanas con el perfume que sabés que me gusta. Te esforzás tanto por ser romántico que no te sale. Te hace ver torpe, pero eso es lo que siempre me gustó de vos. A los besos me vas llevando hasta la cama. Estamos desnudos, tus caricias me recorren y dejo que lentamente te subas sobre mí. Pasó mucho tiempo desde nuestra última noche y se te nota. Apenas empezamos hace unos segundos y ya estás frenético, jadeás. Acabás enseguida. No es la larga noche de sexo que nos merecemos pero al menos estamos juntos y pasamos el resto de la velada abrazados. Pero ya sabés, me tengo que volver antes de que nos vean juntos.

Me llevás de nuevo a donde estoy parando. Estás llorando. Nunca te fueron fáciles las despedidas. Me apretás fuerte la mano, que te sigue transpirando. “Hasta el próximo aniversario” son tus palabras y cerrás la tapa. Escucho cómo cantas nuestra vieja canción a través del ruido de la pala y la tierra sobre mi cajón. Siempre fuiste un dulce.