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Mundo arcoíris


En algún momento del interminable año pasado, Adrían me alcanzó este cuento para que le diera su opinión. Inmediatamente la pedí permiso para publicarlo en Wendigo.





Siempre quise escapar pero nunca supe cómo y, ahora que tengo la oportunidad siento que no hay límites. No hubo mérito, me tocó como pudo haberle tocado a cualquiera, y como no podía devolverlo tuve que usarlo, porque si no sería un desperdicio. Al principio hacía desastres, pero al cabo de unos días aprendí a dominarlo. Mi experiencia en sistemas me ayudó a internalizar los mecanismos, aunque de cualquier forma todo es cuestión práctica.

Llego al trabajo y todos me miran. Es tarde pero no me importa. Se acerca González, mi jefe, y con el tono irritante de siempre me dice: tenemos que hablar. Nunca me pregunta cómo estoy, ni siquiera me saluda. Es un desagradable. Todos son así. Entramos a la oficina y me siento frente a él. Tras una pausa y un suspiro González empieza con el discurso de siempre, pero esta vez lo interrumpo para decir: hoy va a ser el peor día de tu vida. Él me mira y no entiende. Miro sus colores: opacos, y que con diferentes tonalidades apenas se alejan de la gama de grises; veo un marrón que quisiera ser escarlata pero no puede, no lo dejo. En lo profundo, un magenta grisáceo retiene al famoso azul oscuro. Sé muy bien lo que significa ese color, y por eso se me escapa una sonrisa.

Sería una pena que se esfumara el gris, ¿no?, le digo. Él sigue sin entender. Después de mi comentario, el bordó se vuelve intenso pero tampoco lo dejo, y pronto retiro del magenta la tonalidad grisácea. Ya nada puede evitar que el azul se propague como una infección que avanza sin piedad, y ahora es fácil oscurecerlo: la nostalgia se vuelve una melancolía atroz, la peor que González había sentido en toda su patética vida.

De a poco el azul se mezcla con los otros colores, y por eso a González le cambia la cara. El secreto consiste en mantener opacas las tonalidades. Cuando uno hace eso, tarde o temprano surge el negro, y entonces ya no hay vuelta atrás.

La mirada perdida de González lo dice todo: ya nada le importa, ni el trabajo, ni la carrera, ni la familia. ¿Te pasa algo?, le pregunto aunque sé la respuesta. Me dice que no. Me levanto y lo dejo solo. No puedo evitar preguntarme si se cortará las venas: siempre me pareció capaz de hacer algo así. En un hora, máximo dos, sabré la respuesta.

Estoy a punto de irme pero recuerdo otra deuda. Martina, ¿podés venir un minuto? Ella responde con apatía. Dale, vení que es urgente. Martina sale de su cubículo y camina hacia mí: con cada paso intensifico el rojo y hago que las tonalidades del violeta adquieran un matiz interesante. La miro a los ojos y encuentro sus pupilas dilatadas, con una mirada que expresa devoción. Le digo que tengo una sorpresa y ella sonríe como una idiota.

En el baño, cuando le saco la ropa, el rojo brilla más que nunca pero debo tener cuidado: si no lo enmarco con algún verde todo puede salirse de control. Sin duda lo mío es un arte. Al final llego a la tonalidad justa y empieza la fiesta. Es increíble lo reprimida que estaba. Me encanta.

Miro el celular, y pasó media hora. Antes de salir le digo a Martina que la llamaré más tarde, que por favor sea paciente. Ella asiente con actitud pícara y vuelve a su cubículo inundada de alegría. Menos mal que el verde rodea al rojo.

Antes de salir miro con atención a Quique, el portero. Ahora entiendo su constante mal humor: un panorama dominado por violetas opacos y verdes grisáceos. Mi padre decía: nunca te pelees con los porteros porque tienen todas las llaves. Tu vida va a ser amarilla y naranja luminoso, le digo, y entonces Quique me regala una cálida sonrisa. Refuerzo con un beige y alcanzo mi objetivo de lealtad incondicional. Le pido su número de celular y le digo que necesito un favor, que pronto lo voy a llamar. Él asiente cómplice y servicial. Estoy cerca de volverme un experto.

Salgo del edificio, me alejo de la entrada y de pronto siento un impacto: algo se hundió en el techo de una camioneta. Es González, con el cráneo abierto. Eran tan solo cinco pisos pero cayó de cabeza. Fatal. Tirarse del edificio sí tiene sentido, pienso. Una vieja grita y todos se acercan. Veo cómo se intensifican los grises y los bordós al tiempo que las distintas gamas se oscurecen. También hay verde lóbrego y un par de rojos, porque siempre están los que tienen el morbo. Me alejo de la escena, quisiera relajarme.

En el camino tengo la sensación de que todo es un gran arcoíris lo que me irrita los ojos. Entro en una tienda y compro anteojos oscuros. Me fijo en el espejo a ver si me quedan bien. En mi reflejo no encuentro ningún color, lo que me resulta raro. La definición de extrañeza cambió mucho en los últimos días, y no puedo evitar reír cuando pienso que el viernes pasado yo era un tipo normal, con un trabajo aburrido y una vida estereotipada. De repente siento un vacío, la pena de no poder cambiar mis colores, y de ni siquiera verlos, pero no importa, mejor ver el vaso medio lleno. Sigo mi paseo, con la seguridad de que mis posibilidades son infinitas.



 


Acerca del Autor.


Adrián Des Champs se presenta como Licenciado en economía de la Universidad de Buenos Aires. Realizó estudios en la Universidad Sorbonne Paris 1 pero ahora se dedica a temas más interesantes porque mucha economía le quemó la cabeza. Apasionado por el cine y la literatura. Viajero empedernido.

Colabora con el sitio La Piedra de Sísifo, un blog cultural-literario-museo de curiosidades, y lleva adelante el portal El Fanzine Argento donde habla de literatura, artes audiovisuales y suele hacer entrevistas a otros artistas destacados.


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