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Morir a puño y letra (Parte 2 y final)


8

El vino era exquisito. Le costó dar con la voluntad de tomar apenas unos sorbos. Lo más probable es que nunca más vuelva a beber el vino de una corte real pero se necesitaba muy lúcido. Lo mismo sucedía con los platos del exagerado bacanal que incluían cordero adobado, mariscos y frutas de todos los colores. El clima diferente de estas montañas de alguna manera repercutía en los sabores de un modo curioso y no conocía aquellas frutas negras y pequeñas que hubiera comido a montones de haber podido. Pero además no sería justo con sus hermanos si sacaba tal provecho de su rol. A menudo buscaba la seguridad que le traía el contacto con las hojas arrojadizas que escondía en el bolsillo interno de su cinto. Salvo esas seis cuchillas estaba desarmado y pensar demasiado en eso le hacía sufrir una extraña sensación de desnudez.

Los invitados bailaron una y otra y otra danza con unos movimientos lentos que se le hacía muy aburrido y no distinguía una sola puta en todo el lugar. Los nobles no saben cómo divertirse. No sabía bailar porque nunca lo pensó necesario. El aprendizaje de un hermano dura lo que le dure la vida puesto que siempre existirán trucos nuevos, utilidades desconocidas. Bailar hubiera sido una buena opción para pasar inadvertido pero para su suerte era bastante numerosa la minoría que prefería no danzar así que se mezcló entre ellos sin la menor complicación. Por una de las ventanas al exterior se iluminaba el cielo con relámpagos. A esta altura de la noche Filo Diestro debería estar apostado en aquella abertura que apenas podía alcanzar a ver sin subirse a la siguiente plataforma del estrato social.

Se hallaba conversando con un elegante comerciante de telas cuando la orquesta se detuvo repentinamente en un acorde de la melodía que no era el final sostenido de la canción. Todos alzaron la vista y distinguieron al secretario personal del lord de Rocazur que con las palmas arriba pedía atención. Cuando se hizo silencio el secretario se inclinó hacia el trono en una reverencia algo torpe debido al mal andar de sus piernas y luego anunció que su señor iba a dirigirse a los presentes. Entonces Wently Blander se levantó de su trono donde había permanecido inmóvil desde que llegase. Se acercó al estrado entre murmullos de los nobles que aguardaban expectantes las palabras de su señor que, como dictaban las buenas costumbres, agradecería la concurrencia. Pero nada fue como lo esperaron. Permaneció de pie, en toda su altura, imponiéndose sin decir una sola palabra a los murmullos que fueron cesando en su presencia. Un silencio de tumba invadió el salón que antes derrochaba clima festivo. Flecha Negra supuso que esta peculiar acción estaba prevista por el cliente. En su reloj mental calculaba que en pocos minutos, cuando la última campanada de la medianoche tañese, un hombre muy allegado a lord Wentley se acercaría justo al punto donde una flecha tenía que atravesarle el corazón. Ese lugar, no obstante no era un lugar de paso porque no estaba próximo a alguna puerta o acceso. Wentley se disponía a hablar a su nobleza desde el púlpito con el secretario rengo a su lado. Evidentemente alguien más entraría en escena en poco tiempo.

Sin perder tiempo se encaminó buscando a la jovencita que fingió conocer.

9

Wentley se sentía fuerte y valiente por primera vez en muchos años. Percibió un dulce cosquilleo que recorría su espina dorsal de punta a punta y el cuerpo cansado y frágil ya no podía retener más al espíritu que surgía desde lo más profundo de su ser. Una llama renovada desde las cenizas. Así es como se sentía. Finalmente habló con voz grave y profunda como un trueno retumbando en el cielo abovedado:

—Sean bienvenidos a mi humilde morada. Espero que la hospitalidad de la casa Blander les sea de su agrado.

Hubo aplausos y las copas se alzaron en un brindis colectivo. Wentley continuó.

—Nobles y grandes señores. ¡Mírense! Han concurrido desde las tres esquinas de esta cenicienta provincia sólo para alardear de las miserias que consideran riquezas y poder.

A su público lo tomó por sorpresa tan desagradable comentario. Retomó los murmullos que criticaron el repentino e inapropiado comportamiento. Wentley supo interpretar esa molestia muy parecida a la de las moscas cuando las azuzan. Sin miramientos siguió con sus palabras.

—Y yo no soy mejor que todos ustedes... Hoy se cumplen treinta años de maridaje con nuestra bien amada reina Leiliana. Una fecha, que a pesar del dolor, no puedo dejar de celebrar. Prefiero recordarla de blanco radiante en esta misma sala. Prefiero mantener el recuerdo del día que nos prometimos amor uno al otro cuando nos volvimos marido y mujer... antes que celebrar de luto el día de su pérdida. ¡Que el Olvido me consuma si celebrase el día en que el emperador la arrancó de mi vida!

Hubo entre la multitud algunas mujeres que gimieron en lágrimas porque un dulce y triste recuerdo guardaban aún de la buena Leiliana pero la reacción general fue una exaltación de sorpresa. No podían creer que dirija tal falta de respeto al emperador.

—¿Y quién entre nosotros puede recordar con amor las desgracias que trajo la paz del imperio? —Nadie respondió.

Wentley sabía que no lo harían, contaba con ello así que prosiguió.

—¿Todos están conformes? ¿Es que los hombres de Rocazur han perdido la lengua además del honor? Hoy apenas son sombras. Un recuerdo lejano de lo que alguna vez fueron y que poco a poco van olvidando. Algunos, ni siquiera eso.

Wentley visualizó a muchos que bajaban la mirada para que los ojos no delaten la vergüenza. Buscó entre aquellos a sus más allegados para dirigirse puntualmente: —Antonn, dinos, ¿cuánto debes pagar a la corona al año?

Antonn, el alcalde de la isla Vientosur, era un gordo de mejillas rosadas y nariz ancha y roja. No lo recordaba tan envejecido.

—La mitad de la cosecha, mi señor —declaró con nerviosismo—. Y la cuarta parte de los ingresos.

—¿Y cuántos hijos perdiste para alcanzar tan mal acuerdo?

—Mis dos hijos, mi señor. —Los hijos de Antonn habían luchado y muerto cuando hundieron su galera en el archipiélago de Mareas Malas. Ahora solo le quedaba una hija y ningún sucesor varón. Wentley ya conocía su historia. Los murmullos callaron y una tristeza pareció contagiarse. En el mortuorio clima continuó interrogando a los de pasado más afligido.

—Quenton. ¿Qué título ostentabas antes de abandonar tus tierras?

Quenton miró a los demás invitados antes de contestar.

—Barón de Greybone.

—¿Cuáles son tus propiedades ahora y a que te dedicas, antiguo Barón de Greybone?

—Una coca mercante y una vivienda en la ciudad, mi señor. Ahora soy un comerciante —respondió con poco orgullo y mucha vergüenza.

—¿Y con cuántos hijos pagaste por esa nave y tu casa?

—Mi hijo mayor y mi pequeña, señor. —La voz quebrada de Quenton hablaba por sí misma. Hoy, Quenton Greybone vivía en una simplona casa en la parte media de la ciudad. La cruel casualidad de que su ventana tenga una hermosa vista al castillo Greybone le había marcado a fuego la deshonra. El actual propietario, Ser Sibarin, radicaba allí gracias al deseo del emperador Lars Guthron mientras que a él lo echaron sólo con lo puesto. Quentonn Greybone clavó los ojos rabiosos en Sibarin que se encontraba entre los presentes y fuera centro de muchas miradas poco amistosas.

—¡Lord Blander! —se dirigió hacia él uno de los nobles favorecidos por el emperador Lars—. ¿Hasta dónde pretende llegar con esta blasfemia contra el buen nombre del emperador?

Años atrás hubiera solucionado una insubordinación así con una simple orden y su verdugo rajaría esa garganta rebelde. Pero hoy no podía confiar ni en su guardia personal. Solo contaba con su astucia y la esperanza de resucitar el corazón de su pueblo destrozado.

—¿Y quién osa acusarme de tal cosa? —repuso con su voz grave una pregunta conociendo la respuesta.

—Soy Treggar, alcalde de Nueva Goia y fiel servidor del emperador y Rocazur. Como deberíamos serlo todos.

—Así que tú eres Treggar. ¿Puedes contarnos a todos lo que sucedió con los habitantes de la vieja Goia, la ciudad de donde procedes, antes de que tus naves amarren en su muelle?

—Cumplí mis órdenes —respondió con entereza—, estábamos en guerra.

—Y mientras pasabas por la espada a los hombres y violases a sus mujeres, cuentanos, ¿ellos entendieron que tú sólo cumplías con tu deber? ¿Violaste también a tu madre o la salvaste de la masacre que destruyó Goia?

—¿Qué significa todo esto? —chilló como una rata empalada—. ¡Yo no violé a nadie!

—¡Mi mujer estaba en Goia asesino hijo de puta! —gritó alguien.

Wentley, en su lamentable soledad —a lo largo de muchos y muy crueles años— había meditado y calculó a la perfección las reacciones de sus invitados. Los conocía hace mucho tiempo y podía adivinar la respuesta de casi todos ellos. Cobardes que salvaron el pellejo cuando rindieron pleitesía a quien destruyó sus vidas, familias y sus hogares. El emperador era poco menos que un dios para todos ellos; vasallos de su misericordia y agradecidos de sus dádivas. Los sobrevivientes de aquellos que se enfrentaron al emperador en el pasado y con el tiempo se acostumbraron a la derrota y los nuevos señores nombrados por la mano de Lars Guthron eran hoy acérrimos defensores de su trono. Hubo quien, mientras él preguntaba a los nobles, denunciaba a los gritos que se cometía una grave traición. Pero también había quienes le serían leales hasta la muerte; sólo bastaría una excusa. La unificación del pueblo debería empezar con la sangre de unos pocos para cortar las cadenas de un reino oprimido.

Así dispuso su jugada.

—Utt, ¿cómo se llamaba tu padre? —preguntó señalándole con el dedo.

—Decker, mi señor.

—¿Cómo murió?

—En el asedio a esta fortaleza señor. Atravesado por muchas flechas. —Decker había permanecido en la última defensa y resistió con valentía hasta caer por la gravedad de sus heridas. Recordaba su rostro aquel día.

—Utt, hijo de Decker, capitán de la guardia, ¿sigues la valiente tradición de tu padre y el padre de tu padre?

—No, señor. Tengo un pequeño viñedo al pie de la montaña.

—Borlan, eras el secretario y la voz del rey. ¿Por qué dejaste de serlo?

Un joven probablemente de unos quince años habló por él: —A mi padre le arrancaron la lengua los hombres de Balanter.

—¡Esto es un ultraje! —respondió el Flint Balanter

Aunque el hijo del anterior secretario hablaba con la verdad, acusar a Flint Balanter era algo poco feliz. Los soldados del emperador mataron a su hermana y retuvieron a sus sobrinas para asegurarse su lealtad. Ambas, ya mujeres, aún estaban cautivas desde aquel funesto día aunque había torcido su apoyo hacia el emperador.

—Tu padre no estuvo cuando nos arrinconaron en el pantano —continuó vociferando Flint sobre un caos incipiente de susurros y palabras mal intencionadas—. ¡Los jinetes del cobarde de tu padre jamás llegaron! Toda tu familia debería haber sido ahorcada por la traición ¡no la mía!

Entonces empezaron a acusarse unos a otros y los rencores olvidados renacieron entre aquellos hombres de orgullo herido. Desde el escalón más alto, lord Wentley Blander contempló lo que había causado. A su lado, su secretario y fiel amigo chistó por lo bajo. Con las manos cruzadas y la cabeza erguida como desconociendo lo que sucedería a continuación, actuó un gesto facial de incomprensión demasiado bien logrado para alguien tan bestia como él.

—Ya van a dar las doce, mi señor —le dijo en un susurro a la oreja.

10

De pronto, caminar entre los invitados le resultó imposible. Un gran revuelo invadió la sala causado por el incitador discurso de Blander. Algunos se gritaban a punto de batirse con los puños desnudos y otros pretendían apaciguarlos.

—¡Esto es un hecho de traición al emperador! —Escuchó gritar a un viejo de larga barba peinada con aceite. Su plan de acción comenzó a trastabillar cuando divisó a un hombre muy obeso que al querer abandonar el salón encontró que las puertas habían sido bloqueadas. Mala señal.

—¡Guthron siempre fue y será un invasor!

Las reglas habían cambiado y debía improvisar. Entonces, desde un lugar más alejado de las riñas, se concentró en evaluar sus opciones. Una mesa le sirvió de tarima y desde ese lugar estudió la situación. Descubrió que desde esa altura podía ver el hueco en el techo por donde su hermano lanzaría la flecha que diera en el corazón al que a medianoche se encontrase allí donde Ojo Ciego indicó.

—Los Blander nos entregaron cuando este hombre se rindió. ¡Que lo condenen!

Pero también pudo ver los dedos de Filo Diestro asomados al borde del agujero. Se sorprendió de ver aquella desprolijidad tan propia de los aprendices. Filo Diestro podría estar desorientado pero nada podía hacer por el más que confiar. Se olvidó de su hermano para buscar dos cosas más importantes. Primero a la joven que conocía al hijo del barón de Peñas Grises. Segundo alguna puerta, una abertura, una ventana que le permita huir cuando cumpla su tarea. Encontró primero lo segundo. Arriba de las puertas de la entrada, justo en el centro de un arco de ladrillos, una ventana circular de vidrio de colores era lo más parecido a lo que podía llamarse salida. A unos cuatro metros del piso, utilizando un perfecto impulso contra la pared en el salto, podía alcanzar el borde según su cálculo visual.

—No es justo que paguemos tan altos impuestos.

Calculó que tardaría seis segundos en saltar, aferrarse, romper el cristal y escapar de allí. Menos, imposible. Debería bastar con eso. La jovencita, sin embargo no aparecía por ningún lado en el mar de cabezas que se agitaba en el salón. Pero quizás la distracción no fuera necesaria. El clima tenso que amenazaba con empeorar podía ser una distracción por sí misma. Pero nada era seguro y no podía arriesgarse a prescindir de su plan y olvidar a la joven amiga del hijo del barón.

—¡Antes muerto que seguir revolcándome en el fango donde me echó el maldito de Guthron!

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No había prestado atención al discurso del lord. Solo se había dedicado a esperar hasta la medianoche mientras pensaba en sus propias intenciones. Maldijo a su propia estupidez cuando llegó a sus oídos el rugir de voces y gritos que resonaron con fuerte eco en la longitud del túnel de ventilación. Algo verdaderamente inesperado había sucedido. Algo que no vigiló. Si fallase ahora se convertiría en toda una vergüenza de sus hermanos. Como rapidez felina volvió a su tarea para ver cómo la gente que antes danzaba en rondas concéntricas ahora se apiñaba en tumultos. Lo que haya pasado no tenía gran importancia para el desarrollo de la misión pero el lugar que debía tener en cuenta, aquel donde aparecía la x en el mapa, se hallaba amenazado por el tránsito de los muchos nobles que se cruzaban para todos lados y eso lo descolocó. Había contado que faltaban tres o cuatro minutos para la medianoche y ahora existía una verdadera duda si este caos había sido planeado o si al cliente le traicionaron sus indicaciones tan específicas. Desconcertado trató de ubicar a su hermano. Si había alguien que supiera lo que pasaba, ese era Flecha Negra. Tomando un gran riesgo se asomó con tanto disimulo como pudo por el borde de la boca del túnel. No lo encontró. Era imposible dar con su hermano disfrazado en esa multitud que empezaba a violentarse.

Sin embargo, otro descubrimiento le hizo detener la vista en un lugar puntual. La puerta detrás del trono, aquella por donde entró lord Blander, se movió. Imperceptible. Solo visible por aquellos, como él, que habían sido instruidos para agudizar sus sentidos tanto como era humanamente posible. Nadie pasó por ella pero resultaba evidente que quien estaba detrás, estaba espiando por la ranura entre la puerta y su marco. Alguien que seguramente entraría en escena muy pronto y quizás pudiese ser la desgraciada víctima de su flecha. O no.

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Wentley esperó un instante para que el resentimiento madurara en los nobles enemistados. Cuando creyó conveniente levantó ambas manos y las riñas se detuvieron. Sabía que el odio no dejaría de nublar las mentes con un sólo acto de sus manos. Seguiría ardiendo, si. Era momento de corregir su dirección.

—¿Por qué pelean entre ustedes? ¿Qué sentido tiene pretender sanar lo que ya ha muerto? No es momento de la venganza. Que sea entonces momento de la justicia.

Amilcar abrió el cofre de modo tal que todos los presentes alcanzaron a ver que en su interior yacía el yelmo coronado de los antiguos reyes de las montañas.

—Porque me ha llegado esta mañana —reanudó— la oscura noticia que el emperador duplicará los impuestos existentes y exigiría un tributo de un hijo por familia para engrosas las filas de su ejército imperial. ¿Quién puede estar tan loco para seguir entregando la sangre de su sangre?

La gran mayoría gritó embravecida. Los pocos que no creyeron del todo las palabras de su lord, se miraron perturbados. Nadie se preguntó si fuese cierto. ¿Cuál era el caso de mentir algo que en pocos días se desmiente por sí solo?

Entonces tomó el yelmo y lo levantó por encima de su cabeza.

—¿Acaso un rey no debe velar por pueblo en lugar de exprimir hasta la última gota de vida? ¿No fue diferente en tiempos donde la casa Blander cuidaba de ustedes?

Una voz se escuchó por encima del resto. Fue una exclamación apagada y temerosa. Tan tímida como una fisura que aparecen en el hielo pero que vaticina un gran desastre: —¡Que viva al rey Blander!

Otro más repitió el mensaje desde el rincón opuesto. Le siguió un tercero y un cuarto. Pronto la fisura se propagó.

—¡Larga vida al rey Blander!

Y así fue como las garras de Guthron ya no pudo seguir apretando las gargantas de los leales de Rocazur. Con lentitud se calzó el viejo yelmo. El peso sobre su cabeza era reconfortante. El rey guerrero había vuelto. Ya no estaba de rodillas. Era en cambio, un símbolo que inspira la grandeza de lo que alguna vez fue.

Era imponente.

Era poderoso.

Era rey.

Y Entonces sonó la primera campanada de la medianoche.

13

¡Ahí estaba la muchacha! Por fortuna se encontraba lo bastante cerca de su pequeño portal de escape. La multitud ya no discutía en acalorados grupos, sino que gritaba a una sola voz.

—¡Blander! ¡Blander! ¡Blander!

Tenía que distraerlos apenas unos segundos para que su hermano dispare desde su refugio sin ser visto pero no era tan sencillo dadas las nuevas circunstancias. Tan rápido como pudo corrió hacia la joven.

Dos campanadas

Filo Diestro tomó la flecha y tensó el arco. Negó todo lo que pasaba afuera de su vista enfocada. Dirigió toda su atención a su disparo. No existían distracciones en este punto. Era el mejor arquero de la hermandad. Era el mejor.

Tres campanadas.

Amilcar gritó a viva voz:

—El rey Blander ha vuelto. ¡Larga vida al rey!

Wentley disfrutaba una vez más del poder que concebía ser el rey. Escuchó un ruido brusco que provenía detrás de él. Un golpe en la puerta de madera que sólo pudo ser escuchado por quien esperaba escuchar.

Cuatro campanadas.

La tomó del brazo y le dijo al oído.

—Tenemos que irnos de aquí. ¡Esto se puso muy peligroso!

La joven no entendió de primeras lo que pasaba a su alrededor. Puso cierta resistencia al principio pero en el estado de confusión en que se encontraba se dejó guiar finalmente hacia la puerta. El prometido, el hombre de bruto tamaño, notó su ausencia y al descubrir a su prometida arrastrada de la mano de aquel bribón, salió en su persecución.

Cinco campanadas

Filo Diestro mantenía la tensión sin respirar. Su sentido de percepción delató que Ojo Ciego se acercaba por el túnel pero no dejó que eso lo perturbe. Era una sombra. Una sombra de ébano silenciosa y mortal.

Seis campanadas.

Tirando del brazo de la joven ganó distancia al prometido que por su tamaño le costaba avanzar entre los nobles que vociferaban. Se le acababa el tiempo y tenía que pensar rápido. Las puertas del salón no estaban tan lejos pero el tiempo jugaba en su contra.

Siete campanadas.

Wentley se había saciado de majestuosidad y sentía que brillaba con luz propia. Sin embargo todavía faltaba algo por hacer. Una pequeñez muy necesaria para llenarse de gloria. Así que se alejó del atril.

Ocho campanadas.

Su cuerpo era de piedra. Lo único que no permanecía inmóvil eran sus venas palpitantes. El tiro debía ser preciso y certero. El corazón de una persona a esta distancia era un blanco difícil pero una terrible confianza le invadía. Ojo Ciego estaba detrás suyo esperando con la respiración agitada y un nudo en la garganta.

Nueve campanadas.

—¡Deja a mi mujer sabandija! ¡Es mía!

El prometido logró llegar hasta ellos. Empezó la distracción. Avanzó hacia él dispuesto a darle una paliza pero clavando brutalmente el talón en la barriga del gigante Flecha Negra lo dejó fuera de combate de un solo movimiento. Cuando lo tuvo lo bastante cerca lo pateó en la barriga. Por su descuido el pobre hombre se dobló del dolor y no pudo hacer otra cosa que caerse de culo al piso. La joven, pálida del miedo, comenzó a gritar. Las personas más cercanas voltearon al escucharla.

Diez campanadas.

Flecha Negra la levantó por la cintura y la subió a la misma mesa donde recién se había parado él. Algunos de los presentes miraban y se disponían a intervenir contra la agresión hacia la señorita. Pero antes que nadie actúe subió de un salto a su lado y hundió la mano muy en lo profundo en el espacio entre sus tetas apretadas. Ella trató de impedirlo pero asustada como estaba apenas si puso resistencia. Con la hoja que ocultó en su mano desgarró de un tirón las prendas desde adentro y el torso de la joven quedó totalmente al descubierto. Los enormes pechos rebotaron en su repentina libertad.

—¡Estas tetas te saludan, rey Blander! —gritó por encima de todos los gritos.

Los hombres que pensaban intervenir, en vez de eso, celebraron groseramente con hurras y chiflidos. El festejo se generalizó y al instante todos gritaban y aplaudían a las tetas de la señorita que en vano intentaba ocultarlas con los finos dedos de sus manos. Hasta el secretario señaló con jocoso lívido aquella hermosa obra de la naturaleza humana.

Once campanadas.

Se detuvo cerca del primer escalón. Amilcar sobreactuó una exagerada pantomima para que todos miraran las tetas de una jovencita libertina que oportunamente habría sucumbido ante el deleite del vino. «Es el momento...». Abrió los brazos y esperó. La puerta detrás suyo se abrió de par en par bruscamente y una ráfaga de viento proveniente de ese umbral agitó sus vestiduras. Entonces miró justo a los ojos del asesino que apuntaba desde las sombras.

—Ya voy Leiliana...

Doce campanadas.

«¡Me vio! ¿Cómo pudo ser posible?»

El asombro le hizo demorar su disparo. Tardó dos latidos de su corazón en soltar los dedos. La flecha cortó el aire y dio con certeza en el pecho de Wentley. Sin perder el tiempo Ojo Ciego empezó a correr hacia la salida y él lo siguió sin dejar de pensar que el misterioso cliente era la misma persona que acababa de asesinar.

14

Wentley se desplomó al suelo en el mismo momento en que un grupo de ballesteros vestidos con los colores imperiales irrumpía por la puerta de atrás. Empezaron a lanzar sus dardos al grito de “¡Traición al emperador!” Los presentes eran tantos que disparando a mansalva, sin demasiada puntería los disparos se clavaban en la carne de alguien. “¡Muerte a los traidores!”. Aquellos ballesteros tenían órdenes de disparar a voluntad y utilizaban flechas negras como había ordenado. Que mejor que liberar a los criminales de las fosas y hacerlos pasar por soldados imperiales a cambio de unas cuantas piezas de oro. Lo que nunca imaginaron estos canallas es que a pesar de sus armas se vieran superados por un gran número de nobles que a fuerza de puños y patadas les dieran una muerte tan brutal. Para cuando el último de los ballesteros cayó bajo el yugo de la multitud desarmada, los muertos se contaban por docenas y la muerte que se los llevó lo hizo sin preferencias, sin diferenciar entre leales y opositores, ni poderosos o humildes, ni viejos y jóvenes.

Amilcar se acercó a su lado y lo sentó entre sus brazos. La cota de malla escondida bajo sus prendas le protegió de una muerte instantánea. Pero no había cura posible que sane un corazón atravesado. Una corta agonía fue su recompensa. Así, y no de otra forma, lo había planeado Wentley Blander. A su lado acudieron primero los hombres que se mantuvieron fieles desde el principio.

—Mi fiel compañero —le dijo a su secretario con la voz partida—, tenemos una nueva oportunidad, no la eches a perder. El emperador no debe tener más poder aquí.

—Lo lograste, viejo idiota—. Amilcar ya despedía a su rey con lágrimas en los ojos. —Ahora debes partir.

La respiración se detuvo en un profundo suspiro inacabado. Wentley Blander dejaba el mundo en paz consigo mismo dejando tras él un grito de guerra. Amilcar cerró los ojos de su amigo. Como pudo se puso de pie sin la ayuda de su bastón y lo cubrió con su capa. “El viejo pensó en todo” se convenció para sus adentros cuando le retiró el yelmo. “Un disparo en la cabeza lo habría matado al instante. El yelmo le protegía. En cambio, la malla le dejó morir con dignidad”.

Cuando levantó la cabeza vio a los nobles apenados y desorientados. Pero unidos. Porque entre los muertos había quienes seguían al emperador y también quienes mantuvieron lealtad al trono de Rocazur. La muerte les había reunido. Entonces con fuerza gritó:

—Esta matanza es lo que esperaba Guthron de nosotros. ¿Acaso vamos a sentarnos después de que sus garras se llevasen la vida de tantos buenos hombres? Yo digo que se vaya a la mierda ¡Que viva el rey Blander! Rocazur volverá a ser nuestro ¡Que haya rebelión!

El rugido que le siguió fue ensordecedor.

15

Flecha Negra recorrió el patio interno como una liebre. No lo seguían pero no se detuvo. Saltó de una de las murallas y aterrizó con gracias del otro lado. Los cuerpos de dos centinelas yacían desplomados atravesados por flechas. Obra sin duda de Hoja Rota y Dos Cuchillos. Descendió de la explanada donde descansaba la fortaleza. El castillo Blander se empequeñecía a sus espaladas a medida que se alejaba a la carrera por la ladera de la montaña que lo sostenía. Antes de intentarse en el pueblo se detuvo para dedicarle un último vistazo a la mole de piedra levantada cuyas torres se confundían con naturales picos nevados. A la distancia, aquel castillo era majestuoso y formidable con sus agujas penetrando las nubes y las ventanas iluminadas brillando en la noche profunda. Ya fuera de peligro se permitió detenerse a reflexionar las consecuencias que traería la muerte del señor de esta tierra. Nada bueno se temía, pero por fortuna, su hogar yacía en la otra orilla del imperio.

Cuando llegó a mezclarse por las calles empedradas, todavía no circulaba la noticia de la muerte del lord. Así que aminoró la marcha. Atravesó las angostas callejuelas doblando aquí y allá en trayectos indirectos difíciles de seguir hasta casi perderse entre los altos edificios de tejados rojos. Recordaba el camino de regreso pero igualmente sintió una verdadera tranquilidad cuando por el rabillo del ojo distinguió a Ojo Ciego y Filo Diestro que se habían quitado las capuchas y escondidos bajo mantas roídas corrían en la misma dirección.

Se reunieron los cinco hermanos al cabo de unos minutos en el sótano escondido bajo el taller de peletería.

—Antes de que llegaran, un mensajero dejó esto —les dijo la vieja y fea Blef.

El morral colgaba pesado y cuando golpeó el tablón sonó a metálico. Hoja Rota lo abrió. Era la parte faltante del pago. Aquella perteneciente a los hermanos de Rocazur.

—Pensé que jamás llegaría el pago restante —confesó Filo Diestro. Extrañado, Hoja Rota la preguntó las razones de tal suposición.

—Porque el objetivo terminó siendo Wentley Blander. Pero también era el cliente. Lo sé porque justo cuando iba a disparar, el me miró. No podía haberlo hecho si no tenía la completa seguridad de que alguien, justo en ese momento, le dispararía y le dispararía justo desde ahí.

—Bueno, esto sí que es extraño —dijo Dos Cuchillos—. Jamás creí que llegase el día en que los muertos pagan sus deudas.

16

La goleta no había sido reclamada, así que volvieron a abordarla. Era un largo viaje hasta Puerto Trinidad pero las aguas eran más seguras que los caminos. Cuando el Hermano Superior se enterase de sus hazañas, los nombres de ambos serían recordados por muchas generaciones.

Era un día tranquilo con el mar extraordinariamente calmo. El viento empujaba suavemente la goleta y Flecha Negra descansaba en la cubierta cuidando del timón. De haber tenido tiempo hubieran gastado una buena parte en la casa de caricias más distinguida de la ciudad pero se conformaron llenando la bodega de fruta, quesos y vinos. Filo Diestro se acercó con una botella de un excelente tinto. La destapó y llenó la copa de su hermano.

—¡Un brindis por mi hermano! Flecha Negra, el Tocatetas!

Ambos rieron hasta llorar. Flecha Negra tomó el vaso que su hermano le ofreció. Los vasos chocaron y ambos apuraron el vino rápidamente.

—Cuando lleguemos, les haré saber que fuiste un gran héroe, hermano Flecha Negra.

Flecha Negra dejó de reír cuando se atragantó y empezó a toser. Primero fue una molestia similar a la que causa un catarro. Luego, comenzó a quedarse sin aire y a no poder respirar. La vista se le fue nublando a medida que tosía más y más violentamente. La saliva era viscosa y de color violeta.

—Adiós hermano Flecha Negra. Ahora serás una leyenda.

Fue lo último que escuchó.

Por el aprecio y el respeto que le tenía a su hermano, no lo despojó de ninguna de sus armas ni de sus prendas. Lo envolvió en su capa y lo tiró por la borda. El mar fue su tumba. Su principal contrincante en la elección hacia del sucesor del Hermano Superior había muerto. En poco tiempo se haría cargo del Gremio y tomaría toda clase de decisiones benevolentes como reflotar la orden de la Hermandad de Rocazur. Sabía que sería un gran líder así que el sacrificio de un hermano bien valía la pena. Por fortuna Flecha Negra no tenía gran experiencia en venenos y nunca hubiera pensado que sería intoxicado por el letal veneno de la rosa del desierto que muy pocos conocían.

Cuatrocientas coronas de oro era un pago excepcional; no tocaría la parte de su hermano. Por el contrario, al llegar se la ofrecería a los recaudadores del Gremio. Era la mejor de las coartadas: explicaría que una desafortunada tormenta, tan típicas de estos mares se llevó la vida de su hermano y amigo. Le creerían. Ya tendría tiempo de pensar en los detalles de su versión.

Una brisa generosa sopló en el cielo limpio de nubes. La goleta se alejó hacia el horizonte llevando a un solitario navegante que sonreía de cara al viento.





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