Monoambiente
- Relatos de Alteram
- 11 nov 2020
- 5 Min. de lectura
por Milo Russo

(Dedicado a todas las escritoras y escritores, a sus familias,
a la cuarentena y a los créditos hipotecarios)
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Nuevo documento en blanco.
El detective Ernesto Buriales encendió uno de sus Baltimore. La chispa del encendedor iluminó ligeramente los contornos de su atribulado rostro antes de que la sombra reclamase el anonimato. Era una densa lluvia la que caía en esa esquina de Bacacay, el portal de la vieja casona no brindaba protección alguna. Pero no existía mejor lugar para mantenerse al margen de miradas sospechosas. ¡Ring! ¿Podés atender que tengo las manos mojadas? Que debe ser la mamá de Daiana. Dale el cuaderno que Daiana no estuvo en la clase de hoy que está enferma.
Era una densa lluvia la que caía en esa esquina de Bacacay, el portal de la casona no brindaba protección alguna. Pero no existía mejor lugar para mantenerse al margen de miradas curiosas. ¿Qué te dijo? No te digo que es una avispada esa piba. Todo el día con el celu tiqui tiqui boludeando. Mira que en un rato te aviso que me tengo que ir.
Llovía mucho en esa esquina de Bacacay, y el marco de la puerta no protegía mucho. Pero no existía otro lugar para evitar a los curiosos. Aspiró lentamente el humo de su cigarro dejando que invadiera placenteramente sus pulmones. Su contacto no tardaría en llegar, no si tuviera intenciones de seguir manteniendo su pequeño negocio de juego ilegal. Aborrecía trabajar con gente así, con las manos quemadas. Pero Ernesto Buriales sabía en qué charca saltar. Nadie se mantiene en este rubro trece años sin cultivar unas cuantas amistades cuestionables. ¿Te fijás en internet si no me vencieron los cupones? No los tengo a mano. Tiene que aparecer en la página seguro. El del cuatro por tres en dentífricos. Sí. Imprimímelo que me lo llevo.
Aborrecía trabajar con gente así, medio turbia. Pero Ernesto Buriales sabía con quién meterse. Trabajar trece años en esto llevaba inevitablemente a hacerse de algunas malas amistades. El Baltimore se había consumido por la mitad cuando de la esquina opuesta se mostró al fin su contacto. Abrigado en un cárdigan azul marino y refugiado bajo un modesto paraguas, Enzo Estigarribia se tambaleaba nerviosamente de un pie al otro mientras esperaba que el semáforo le diera el paso. Ganaba tiempo en su cobardía. La calle estaba más muerta que su difunta abuela. ¿Me podes dejar la pecé? No. La otra no la entiendo. No. Está toda cambiada la pantalla. No entiendo esos cuadraditos... Bueno, yo no entiendo güindous ocho. ¿No te podes pasar a la notbuc? Qué te cuesta? Salvás y lo abrís ahí.
Archivo.
Abrir.
Iba por la mitad del Baltimore cuando por fin aparecía su contacto. Vestía un cárdigan azul y llevaba un paraguas medio berreta. Enzo Estigarribia parecía nervioso y se removía torpe mientras esperaba que el semáforo se pusiera en rojo. No había razones para esperar porque no pasaban autos. La calle estaba más muerta que su abuelita. Cuando se acabaron las excusas, Enzo se aproximó a la esquina donde Ernesto Buriales le aguardaba con impaciencia. Le saludó con un silencioso gesto y miró a cada lado antes de revelar un sobre papel madera que llevaba escondido entre sus prendas. No te puedo creer lo turra que es la gente, Daniel. Yo subo la foto de la reunión y nadie me escribe nada. Pero cuando la comparte Graciela, ahí sí le comentan todos. No te digo que son turras. La próxima vez no voy nada. Si querés ir vos, andá sólo. Yo no voy más.
Saludó con la cabeza y espió a los costados por si venía alguien. Entonces sacó de entre la ropa un sobre papel madera que tenía escondido. –Tengo la lista con los nombres –acotó Enzo, con la voz entrecortada–. Papi, me podés poner los dibus porfa. Disnei equisdé. ¡Sí! Esa: buscando a Nemo.
Entonces sacó de la campera un sobre tipo oficio. –Acá tengo los nombres –dijo medio cagado–. Pero necesito saber que nuestro pequeño secreto se mantendrá así. ¿Quién le puso la tele a Lucía? No puede ver la tele. O no sabés que se peleó con Rocío otra vez y se tiraron de los pelos. ¿No me oís cuando te hablo? Siempre en la tuya vos, eh. Mami dale, te lo pido. ¡Me voy a portar bien! Portáte bien y después hablamos.
La calle estaba más muerta que la mamá de Nemo. El semáforo se puso en rojo y como Enzo ya no se podía hacer más el boludo, cruzó y fue con Ernesto Buriales. Saludó sin decir nada y cómo quien no quiere la cosa sacó un sobre. ¡Daniel! ¡Que se lave las manos que las tiene echa un asco!
Saludó y de keruza sacó un papelito. –Los nombres de los tipos éstos –dijo el muy cagón–. ¿No me vas a joder, no? Fijáte si se está lavando las manos. Con jabón. Tiene las uñas todas negras esta chica. Yo no sé qué hace con esas uñas…
Se había fumado ya la mitad del pucho cuando en una de esas apareció el buche por la esquina. Tenía puesto un buzo de la salada y un paraguas de treinta pesos. Temblaba como pollito mojado. En eso se hace el gil y espera el semáforo, pero no había ni un auto en toda la calle. Hoy tiene un cumple Lucía. Si vas a estar todo el día sentado ahí, avísame que la llevo yo. Yo te digo nomás. Que después hay que andar esperándote…
Le daba por las pelotas tener que trabajar con cagadores. Pero la posta es que Ernesto la tenía clara y no se quemaba por cualquier gil por más que la jugase de amigo. Papito… le decís a mamá que me ponga buscando a Nemo. ¡Andáte arriba, Lucía! Y no bajás hasta que yo te llame a comer.
Ernesto Buriales le dio una pitada sin preocuparse por el veneno que tenía ese cigarrillo de cuarta. El buche estaba al caer. Porque ni en pedo se atrevía a que la poli le caiga en la lotería trucha que tenía montada en Membrillar al 200. ¿Sabés por qué va con vos no? Porque vos le decís a todo que sí. Yo no puedo ser siempre la mala, Daniel.
Ernesto Buriales le dio una seca. Andá levantando que en un ratito comemos.
Era el mejor lugar para hacerse el sota y que aquí no pasara nada. Estaba debajo de una puerta, pero llovía y el boludo de Ernesto se mojaba igual. ¡A comer! Lucía bajá que ya están los fideos. ¡Yo no quería fideos! Los comes igual porque si no mañana tampoco hay tele. ¿Entendido?
La chispa del encendedor iluminó un toque la cara de Ernesto. Se le caía la jeta a pedazos, se notaba que estaba cortando clavos con el ojete. Y justó ahí tenía que llover. ¡Bajá de una vez! Daniel hacéte cargo: vos le pusiste la tele, ahora la hacés bajar.
Caían soretes de punta y Ernesto se mojaba porque la puerta de mierda no cubría un carajo. El buche estaba al caer porque la cana le iba a romper el orto sino. En eso, pucho en mano, Ernesto lo espera y el tipo viene y cae nomás. Se manda temblando como una hoja y le da ese papel que le tenía que dar pero el hijo de puta nunca se lo daba. –Son estos –dijo–; no seas forro, dale. Portáte Ernesto. ¿Podés correrte al menos? No sé por qué no hacés eso en la pecé del escritorio en vez de ocupar toda la mesa con la notbuc.
El detective Ernesto Buriales encendió uno de sus Baltimore y entonces se fue bien a la concha de su madre.
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Este cuento fue escrito en marzo 2018, sin saber que dos años más tarde se valdría de una vigencia abrumadora.
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