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El tributo feliz


Llegaron en tiempos oscuros. En días fríos de invierno, en que la gente se arrinconaba frente a sus salamandras y compartían su alimento y las familias, su tiempo. Su llegada coincidió con el primer brote de los jazmines y la gente de los confines sintió que ellos eran la primavera de los tiempos; sin la helada que marchitara los campos, el viento del norte se llenó de esperanza.

Yo era muy pequeño para recordar apenas el último otoño, las nieblas de la infancia me mantuvieron al margen muchos años más. Pero tengo grabadas en mi memoria las lágrimas de mi padre y su hermano. Lloraban a su propio padre, quien, rememoraban con el nudo en la garganta, había muerto de rodillas, quitando las piedras y las raíces de nuestros campos. Desde entonces la vida se volvió más amena.

Un día, apostado frente a nuestro umbral, apareció un monstruo de numerosas garras. Mi madre me escondió de mi padre, quien por unos instantes se comportó como un niño, para evitarme la vergüenza de que me viera orinado en mis pantalones. Era una inmensa vaca de metal, siempre insaciable, que mi padre domesticó de inmediato. Hubo dicha y algarabía mientras el sol brilló en lo alto. Pero al atardecer se lo adueñó la rabia. Mi tío, recuerdo, nos interrumpió la cena. Cruzaron palabras más filosas que cualquier guadaña y la noche sesgó la amistad que une la sangre. Con el sol, apareció un alambrado en el campo. Nunca más vi el rostro de mi tío.

– Es época de bonanza – celebraba mi padre –. Nuestra vaca de metal trabajaba día y noche y nuestra cosecha fue cuantiosa esa estación. Para navidad me regalaron unos zapatos nuevos y un rifle a balines que nunca creí al alcance. A la siguiente, si la memoria no me falla, un camión de hojalata, con ruedas de caucho. Al otro año, un sable de plástico con su vaina, que se enganchaba en el cinturón. Como dije, nunca más volví a ver a mi tío. A veces pegaba la cara contra los alambres oxidados para ver si lo encontraba. Pero lo único que podía verse a través del alambrado eran las espigas en su campo, que nunca eran tan altas como las del nuestro, meciéndose frágil al viento.

Sé que en algún momento se aparecieron en el pueblo. Los recuerdo altos, como revestidos de un aura milagrosa. Habíamos escuchado mucho acerca de ellos. Mi padre los glorificaba. Dijo, en una oportunidad, que eran como la lluvia de marzo, que enternece la tierra reseca que el sol dejó a su paso. A hombros de mi padre conté más cabezas que números conocía; éramos muchísimos los reunidos en la plaza principal. Había gente que nunca vi hasta entonces. Pero toda la atención estaba puesta en los hombres altos. Tenían la más amplia sonrisa que alguien puede tener. Sus ropas brillaban de todos los colores del arco iris y el resplandor del mediodía se reflejaba en los dorados botones. Hasta donde pude entender, los regalos eran suyos. Y la razón de la bonanza que celebraba mi padre tenía origen en ellos y su bondad. Hablaron de un futuro próspero, de vientos de cambio y posibilidades inimaginables. De progreso, metas y nuevas sensaciones. Y siempre sonriendo, como dueños de una perfecta felicidad. Hablaron también de trabajo y compromiso. De responsabilidades. Yo era todavía un niño. Sólo pude llorar cuando mi padre esa noche nos cortó el dedo meñique a mi madre y a mí. También se quitó el suyo, con gusto. Un camión blanco vino por nuestros dedos. Pero a la mañana siguiente apareció otra vaca de metal, domesticada también. Ese año nos fue tan bien que mi padre nos compró esa pecera eléctrica luminosa, donde vi mis primeros dibujos animados.

Los que sonreían estaban en todos los periódicos. Dos de cada tres noticias hablaba de ellos, de sus obsequios, de las metas cumplidas, del inminente futuro y la felicidad de todos los pueblos. Aparecían en todas las ciudades. A través de nuestra pecera observamos los maravillosos adelantos tecnológicos y me vi embriagado por las luces titilantes y los carros sin caballos. Incluso uno de los sonrientes prometió una feria itinerante que recorrería la provincia una vez al mes. A veces daban discursos, largos y aburridos para mi edad. Mi padre se quedaba pegado a la pecera, yo me iba a jugar. O a la feria. Yo pisaba el inicio de la adolescencia, cuando mi padre nos reunió a los tres y nos cortó una oreja con el cuchillo caliente. Dolió un infierno, pero mi padre felicitó que no llorase. Mi madre también, pero no contuvo sus propias lágrimas. Nunca más lo hizo.

Entonces llegó el futuro tan soñado. Teníamos tres vacas de metal. Las espigas de nuestros campos prácticamente ocultaban el horizonte de tan altas que estaban. Era por ese fertilizante especial decían. Nos iba tan bien que mi padre compró una caja que, por arte de magia, quitaba la mugre de la ropa. Sin embargo no recuerdo a mi madre ponerse alegre. Ni siquiera cuando le compró otra que hacía lo mismo con los platos que ensuciábamos. Creo que su enfermedad ya había comenzado pero no nos dimos cuenta entonces.

Mi madre nos dejó el día después que los recaudadores se llevaron nuestros pies izquierdos. La verdad era que los meses anteriores apenas si comía. Lloraba todo el tiempo encerrada en su cuarto. Algunas mujeres, supe de más grande, sufren de cierta angustia al llegar a la menopausia. No debimos tener ni el tacto ni la percepción de los síntomas de su depresión. – Si las vacas de metal se cabalgan con una sola mano, ¡no hacen falta los pies! – fue lo último que mi padre le dijo antes de que ella huyera. Desde entonces, él pasa el tiempo sentado en su mecedora, bajo el alero junto a la ventana. Ya no escucha todos los discursos de los sonrientes. Y perdimos la asistencia perfecta en los actos que éstos llevaban a cabo en la plaza principal del pueblo. Aunque nunca dejó de trabajar, ya no era capaz de hacer los recortes. Su excusa fue que desde que entregó su mano izquierda no tenía la precisión necesaria. Pero en sus ojos estaba la nostalgia que le dejó mi madre, además de roto el corazón.

Con el tiempo aprendí a mofarme de mi tío. Sus espigas apenas alcanzaban la mitad de las nuestras y tardaban el doble de tiempo en crecer. Sin vacas de metal (en nuestro corral ya teníamos ocho) su vida era un suplicio. Como dije, no lo volví a ver. Pero lo escuché silbar una mañana cuando pasó cerca del alambrado. Pobre ignorante mi tío. El sol debió cocinarle las neuronas.

Sin proponerlo regresé a los actos en la plaza del pueblo, y cuando subía a mi padre en brazos hasta la habitación – ya no tenía las piernas – me quedaba después un buen rato frente a la pecera, mirando los informativos. Entonces comencé a ponerme al hombro el campo y encargarme de las cosechas. Todo lo sentí como el pase de la posta. Dejaba yo mi juventud atrás y me convertía en un verdadero hombre. No pude sino sentirme un patriota el día que corté nuestras lenguas. Dos recios hombres de campo no necesitan parlotear, distrayéndose de la faena. Fue un pobre precio por la actualización de las vacas de metal, ahora se programaban tocando unos botones. Con los dedos que nos quedaban, bastaba. A fin de cuentas, los índices son los únicos que sirven para algo.

Lamento decir que no todos comprenden el progreso. Y me da pena por ellos. Sobre todo por Rigoberto, el viejo esquilador del corral de Tito, que no era malo ni delincuente, sólo un cabeza dura, un dinosaurio. Se rumoreaba en las calles que Rigoberto salió a correr a los sonrientes en el carrito a rulemanes en el que se arrastraba. – ¡Ustedes están todos enteros, hijos de puta! – lo oyeron decir al tirarles con sus tijeras oxidadas. Se lo llevaron por desacato a la comisaría. Y por destrozar uno de los brazos esquiladores automáticos que Tito hubo adquirido la semana anterior.

Le escribí a mi padre lo que había oído de Tito en la sobremesa. Me devolvió una nota en que se leía “¿Y vos que pensás?” Hubiera escrito que la clase de sacrificio que hacen ellos tiene que ser sin duda mayor. Uno de Fe. De completa entrega. Innegablemente más importante que algunos órganos inútiles. Pero lo que hice fue negar con la cabeza, como quitándole importancia. No pretendía agitar los viejos demonios de su dura vida. No después de ver que el papelito que él había escrito tenía dos gotas que se extendían, corriendo la tinta. Lo único que esperaba yo, era que no caiga en la depresión, al igual que mi querida madre.

Ahora están viniendo a buscar los últimos recortes. Deshice lentamente el largo camino hacia la entrada y me quedé esperando el camión sentado en el suelo. No sé dónde fue a parar ese banco que mi abuelo había tallado y que puso al lado de la tranquera, donde se tomaba unos amargos cada tanto. Tampoco estaba tan seguro de la hora así que esperé un buen rato. Me dio un poco de impresión usar la cuchara con mi padre, pero no en mí. Las nuevas vacas de metal se programan solas, las cosechas crecen mejor que nunca y los camiones modernos viajan sin maquinista hasta los silos. Ya no necesitábamos nuestros ojos. Quizás fueron un estorbo todo este tiempo.

Ilustración de Jakub Rozalski para su serie 1920+

Sus trabajos pueden verse en su propia página web https://www.jrozalski.com y en su instagram @mr_werewolf

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