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Fram, Scatha y el Cuerno de la Marca


PRÓLOGO

... en la pierna del Rey Brujo consiguiendo lo que nadie había logrado hasta ahora: herirlo. El Rey Brujo cayó de rodillas, gimoteando de dolor y entonces Dernhelm desechó su yelmo y se reveló como Lady Eowyn, quien se había ataviado de varón para combatir por Rohan. De pie, frente al Rey...

–... Brujo, exclamó como toda una doncella guerrera: “¡Yo no soy un hombre!”

Y con su espada dio muerte al más fiel de los jinetes negros de Sauron... – repitió un coro cansado de niños.

Meriadoc Brandigamo resopló. Les apuntó con una mirada recargada de reproche que los tres niños encontraron de lo más graciosa – Oigan. Eso es muy descortés, niños. ¡No se deben completar las historias de los mayores!

– Es que nos contaste esta historia miles de veces, papá – dijo, Goldberry, la niña más pequeña.

– Tío Pip dice que nunca supiste contar bien las historias – repuso Bungo, con una sonrisa malintencionada. Le gustaba provocar a su padre para que haga el famoso “ataque de las cosquillas”. Pero no tuvo caso.

– ¿Y por qué no trajiste esa espada entonces de regreso a casa? – preguntó Elissa,

la mayor de sus tres hijos y quien siempre trataba de aparentar madurez ante sus hermanos pequeños – Como el tío Frodo con esa espada suya tan especial.

– Bueno, la espada del tío Frodo era realmente vieja, tan vieja como el mundo y además se ponía azul y todo eso. Pero mi espada no era menos especial; era la última de las cuatro que conseguimos en los túmulos embrujados. El rey Trancos dijo que esas hojas habían sido hechizadas para dañar mortalmente tanto al Rey Brujo como a sus esbirros. Pero luego de apuñarlo, la espada simplemente se quemó y se convirtió en ceniza...

– Entonces no era tan especial – objetó Elissa.

– Seguro que son mentiras – se burló Bungo.

– ¿Mentir yo? – y esta vez, de un brinco capturó al bribón y le picó la barriga con los dedos. Sus hermanas saltaron sobre el atacante y comenzó una breve batalla que terminó con los cuatro desparramados por la alfombra, jadeantes por la diablura.Cuando las risas y los juegos se apaciguaron, los tres agitados niños se sentaron de nuevo en el piso a los pies de su padre.

– ¿Ustedes quieren escuchar una verdadera historia que nadie, absolutamente nadie en Los Gamos ni en la Comarca conoce? – los niños asintieron – Y que tenga que ver con artilugios mágicos, ¿cierto? – los niños asintieron con más entusiasmo. Merry, se levantó de su silla y fue junto al hogar de piedra. Sobre la estantería de la chimenea, apoyado en un atril, descansaba un cuerno. Era un cuerno que un hobbit no encontraría demasiado grande, con finos labrados en plata. Podían distinguirse unos grabados en él, que lo decoraban simulando ser una cuadrilla de jinetes que marchaban desde la boquilla del cuerno hasta la boca. – Apuesto a que jamás escucharon la historia de este cuerno.

– ¿Un cuerno? – dijo Goldberry – ¡Pero si no es más que un mathom!

– Si ustedes no tienen cuidado, niños, algún día puede que lo sea. Porque su madre estuvo a punto de regalarlo ¡dos veces! ¿Saben ustedes que es esto?

– Un cuerno de caza... – apresuró Bungo

– Un cuerno para beber – interrumpió Elissa.

–...que no tiene ni una pizca de magia.

– ¿Y si les dijera que este cuerno fue parte del tesoro de un dragón? – los niños enmudecieron repentinamente. La pequeña Goldberry sostuvo una mueca de asombro que sólo los niños pueden expresar con tanta franqueza. Porque cada niño, desde Bree hasta las Torres Blancas, recordaba a la perfección aquella aventura de Bilbo que le condujo a la mismísima guarida de Smaug el magnífico. Desde entonces, cada pequeño hobbit soñaba con ver un dragón sobrevolando por las campiñas –Díganme que ven aquí.

– Esas son runas enanas – acotó la siempre astuta Elissa.

– En efecto son enanas. Porque este cuerno fue hecho por manos enanas. Todos ustedes saben que los enanos son algo celosos de sus pertenencias y tienden a reservar sus tesoros en las grandes mansiones que construyen bajo las montañas. Pero a los dragones les encanta el oro tanto o más que a los enanos y a menudo éstos se apropiaban de sus tesoros... ¡luego de devorarlos! – Golberry y Bungo saltaron del susto. Elissa, indignada por el infantil comportamiento de sus hermanos, puso sus ojos en blanco – Por fortuna no hay demasiados dragones paseándose por aquí.

– ¿Por qué a los dragones les gusta tanto el oro? – preguntó Bungo – No tendrían en que gastarlo.

– Excelente pregunta – reconoció Merry. Era una excelente pregunta en verdad. Merry se lo había preguntado muchas veces – Bueno, una vez conocí a un enano que me dijo que estas criaturas desean todo aquello que brille y resplandezca. Por eso también aman las gemas preciosas y las joyas en general... Así que no tienen que sorprenderse que este cuerno estuviera en posesión de un dragón junto a una gran cantidad de otras riquezas y objetos de gran valor.

– ¿Tu lo robaste de la cueva de un dragón? ¿Cómo el tío Bilbo se robó la Piedra del Arca? – los ojitos de Goldberry brillaban con tanto entusiasmo que a Merry le dolió tener que corregirle.

– Pues no, yo no peleé con dragones ni robé su tesoro. Cómo saben, soy Señor de Los Gamos y consejero del Reino Septrentioal. Pero esos no son ni de lejos mis títulos más queridos o importantes. Su padre, mis niños, es nada más ni nada menos que un Caballero de la Marca, un Rohirim. Y este cuerno es un obsequio del rey Éomer de Rohan y la princesa Éowynd por mi valiente desempeño en la batalla de los Campos de Pelennor.

– Otra vez esa batalla... – suspiró Bungo.

– Si; pero no reniegues mucho tiempo porque esta vez, como te dije, se trata de la historia de este famoso cuerno, El Cuerno de la Marca. El Cuerno de los Grandes Señores de los caballos. Un cuerno de hechura enana pero que había sido saqueado por un terrible gusano que existió hace ya muchos años: Scatha, el señor de los gusanos de las montañas grises. Sucedió más o menos así, en un lejano reino que ya no existe...

EL ALBOR DE LOS ÉOTHÉOD

Dos mil años atrás, en el este lejano de la Tierra Media, existió un vasto reinado de hombres. El reino de Rhovanion era su nombre e incluía a muchos pueblos de hombres libres que vivían pacíficamente de la tierra y de la generosidad del Bosque Negro antes de que la sombra se deposite en él. Se trataba de una sólida amistad de diferentes clanes de hombres y que supieron convivir en armonía. Esta hermandad de pueblos no era particularmente poderosa o sabia; pero son muchas las leyendas que narran acerca del coraje de estos hombres que enfrentaron terribles males desde que la historia es historia. En sus viajes, Bilbo conoció algunas ciudades cuyos habitantes eran descendientes de éstos; como los ciudadanos de Esgaroth, la ciudad del lago, o los hombres de Dale, que vivían a la sombra de la Montaña Solitaria.

Rhovanion fue durante mucho tiempo el más poderoso aliado de Gondor y los dos pueblos llegaron a forjar firmes lazos. Llegando incluso a vincularse por matrimonio cuando un príncipe de Gondor desposó a la hija del rey de Rhovanion y ambos reinos desde entonces fueron compañeros en la batalla y hermanos en la paz. Además, mantenían una fluida amistad con los jefes enanos de aquellos territorios y afloró un provechoso comercio entre unos y otros.

Pero la prosperidad, como todas las cosas de este mundo, no fue eterna y Rhovanion sufrió consecuencias devastadoras cuando una gran peste se extendió por el reino. Los pueblos menguaron y algunos hasta desaparecieron o fueron abandonados. La gente se evitaba unos a otros por miedo al contagio y los lazos entre los pueblos libres se debilitaron y las amistades se olvidaron.

Tan diezmados y disueltos, cuando las hordas de un violento y guerrero pueblo de orientales, conocidos como aurigas, avanzaron por tierras de Rhovanion, el reino de los hombre libres encontraría su final. A pesar de la resistencia de parte de las fuerzas unidas de Gondor y Rhovanion, el imperio auriga conquistó las praderas meridionales del Bosque Negro. Asentó sus enclaves esclavizando a los antiguos residentes y vivieron de sus rebaños y sus pastos. Rhovanion se disolvió, y cada clan, pueblo o tribu huiría por su cuenta para evitar la muerte o la opresión.

Con los orientales paseándose a sus anchas por las tierras ásperas, muchos de los pueblos libres se internaron en las profundidades del bosque o se plegaron contra las fortificaciones de sus aliados enanos. Otros, en cambio, atravesaron el bosque y ocuparon los márgenes del río Anduin. Entre estos se contaban a los éothéod, ancestros de los rohirrim, y eran amigos de los caballos ya desde entonces. Este pueblo nómada sí conservó sus relaciones con Gondor pues los unía además de una vieja amistad el mismo enemigo venido desde el este. Tras numerosas y violentas batallas, la alianza de ambos pueblos logró rechazar al fin a los hombres del este. Pero la victoria fue comprada con la sangre de muchos buenos hombres. Los éothéod permanecieron en las tierras lindantes de los Campos Gladios y se establecieron allí durante un tiempo por pedido del rey Eärnil de Gondor.

Pero los éothéod tampoco encontraron tranquilidad en estas tierras estrechas entre los márgenes de las Montañas Nubladas y el Bosque Negro. Pues durante esos días, una creciente sombra que se extendía en Dol Guldur comenzó a germinar. Nadie se atrevía a acercarse al Bosque Negro; los caballos se ponían extremadamente nerviosos y los hombres contraían un hondo pesar si rondaban cerca de aquella nefasta fortaleza. Así que una vez más, el pueblo de los señores de los caballos debió desplazarse. Treparon por el Anduin hasta el lejano norte, donde el río Gris se une al Fuente Lejana, y se asentaron allí pues encontraron muy agradable el verdor de los campos y sus suaves colinas. En las orillas meridionales del Fuente Lejana, levantaron en una ciudad, nuevo hogar de los éothéod y su capital.

Allí también encontraron enemigos. Dado que los éothéod no guardaron sus registros en anales o pergaminos poco se sabe de estos eventos. Pero se conoce que contribuyeron con las guerras del reino dúnedain del norte, expulsando a las fuerzas de Angmar hacia el oeste de las Montañas Nubladas.

A LA CAZA DE LA GLORIA

Mil años más tarde de la formación del reino de Rhovanion, sus descendientes se hallaban dispersos, alejados unos de otros en lo que alguna vez fueron sus dominios. Los éothéod vivieron en una relativa armonía durante estos años tempranos de su establecimiento y su número se multiplicó.

Pero no eran los únicos habitantes de esta nueva tierra. A los largo de las Montañas Grises del norte, muchas eran las colonias de enanos barbiluengos que se repartían en sus laderas porque eran ricas en minerales y metales que los enanos deseaban. Y los enanos que en esos días ocupaban todavía las minas de Moria, sostenían que esas montañas eran parte de sus dominios. Así fue que no tardaron los señores de los caballos y los enanos de las Montañas Grises en descubrirse como vecinos próximos.

Esta relación fue provechosa por varios motivos. El principal motivo fue el comercio que fluyó entre ellos. Los inigualables herreros y mineros enanos proveyeron de metales, materiales y grandes cantidades de armamento y a cambio eran recompensados con alimentos en abundancia porque los éothéod eran excelentes ganaderos y granjeros y sus tierras estaban escasamente pobladas. Los enanos incluso participaron en la construcción de su capital, convirtiendo a la ciudad en una verdadera fortaleza. Como los éothéod no eran buenos constructores y estaban acostumbrados a vivir en enclaves comunitarios pobremente sostenidos con maderas y pajas, gracias a la ayuda enana, se convirtió en una bellísima ciudad con muros de piedra y anchos arcos de puentes que cruzaban el Gris y el Fuente Lejana. Sin embargo, esta amistad duró tan sólo un siglo.

Sucedió que al mediados del siglo XX de la Tercera Edad del Sol, desde el lejano norte de las montañas, donde siempre es invierno y el sol brilla sin tibieza, descendió una hueste de dragones atraídos por los rumores que hablaban acerca de oro en enormes cantidades y que rebosaban de los salones de los enanos. Fueron, al principio, una serie de ataques menores que los enanos rechazaron fácilmente. Pero se fueron intensificando porque los dragones que se atrevían a bajar del norte eran cada vez más grandes y más despiadados. Esto trajo gran daño a la mayoría de las colonias enanas de las Montañas Grises. Algunos irreparables.

Con fiereza los enanos defendieron sus moradas y como son una raza fuerte y obstinada, lograron dar muerte a muchas de estas serpientes. Estas primeras victorias los volvieron orgullosos, y celebraban fiestas alrededor de los huesos de los dragones caídos. Se hacían festines en que los enanos participaban cubiertos por máscaras que rememoraban, de algún modo tradicional, los días antiguos en los que sus ancestros combatieron a un gran señor de los dragones. Pero como supieron más tarde y de la peor forma, los dragones que hasta ahora habían matado no eran más que crías o muy pequeños. Fue una oscura noche en que un gran gusano descendió de los hielos eternos y arrasó colonia por colonia. Cada pueblo que se estuviese asentado en las laderas de estas tierras cayó bajo la ruina del dragón sin que enano o montañés pudiera enfrentársele. Le llamaron Scatha, el asesino, pues la matanza que provocó fue aterradora. Ante el daño provocado por el gusano, los enanos abandonaron sus moradas para buscar refugio en Erebor o viajaron más allá, hasta las Colinas de Hierro, pidiendo el auxilio de sus parientes, pero estos no respondieron.

Los días de Scatha comenzaron. El malvado gusano vagó por las montañas a gusto, reuniendo las riquezas enanas que sus propietarios dejaron atrás y su tesoro fue muy codiciado por los saqueadores aunque ninguno tenía el coraje hacerse con él. Scatha, se decía, era viejo entre los suyos y su astucia, artera y vil, superaba a los de sus congéneres. Scatha además estaba bien acostumbrado a dispensar ruina y muerte ya que lo había hecho desde que el mundo era tierno y blando. La fama sombría del dragón viajó rápido por los pueblos libres de Rhovanion y muchos huyeron de la vista de las montañas para nunca más regresar.

La maligna influencia del dragón también alcanzó a los campos verdes de los éothéod. Los caballos de los jinetes se negaban a distanciarse del río Fuente Lejana y evitaban el norte a toda costa, revelándose contra sus dueños. Aunque Scatha no incursionó en estos valles ya que no se alejaba de las montañas, los éothéod se tornaron desconfiados de su suerte y temieron ser prontamente atacados, como sus vecinos enanos. Además las bestias abandonaron los campos y la caza se vio gravemente disminuida. Y sin el comercio con los enanos escasearon los metales y la vida cotidiana de los señores de los caballos descendió en calidad y tranquilidad. Un horizonte de incertidumbre se adueñó del pueblo de los éothéod cuando el consejo de clanes lentamente se inclinó a pensar que lo mejor era desplazarse de estas tierras en busca de un hogar definitivo y más seguro para ellos.

Pero no todos los éothéod sentían ahogo o temor al ver los lindes de sus tierras ser asoladas por el indigno gusano. Hubo unos pocos que, empujados por el deber del honor, la búsqueda de gloria y de formar parte de las leyendas y de las canciones, se armaron de valor y fueron en busca de Scatha. Y Fram, líder de su pueblo y quien era muy querido por su gente, estaba a la cabeza del aquel grupo. Lo encontraban sabio pero no arrogante y fuerte en la firmeza pero ausente de crueldad. Se decía que el sol se reflejaba en sus cabellos dorados y le daban la apariencia de un río dorado cayendo por los hombros.

A lomos de los mejores caballos del reino, trece jinetes conformaron la partida de caza de Fram. Todos diestros guerreros al servicio de su señor y que le siguieron de buen grado. Sus monturas galoparon cincuenta millas hasta que se negaron a continuar, pues estaban muy cerca de desolación de Scatha y tuvieron que continuar por su cuenta, hasta el pie del sendero de los enanos, que trepaba serpenteando la ladera de roca.

Llegando ante las ruinas de la antigua ciudad enana de Khaz–morom, se detuvieron ante el hórrido espectáculo. Las angostas calles habían sido pavimentadas por huesos y escombros. No era posible contar los cuerpos ya que estaban muy deshechos. Deseosos por continuar, los cazadores investigaron el sendero que continuaba a las afueras de la colonia pero el camino estaba muy castigado y viajar sería peligroso faltando poco para el atardecer. Fram les dijo que sería más prudente reanudar el viaje por la mañana y aprovechar el refugio que alguno de los edificios pudiera ofrecer para pasar la noche.

Pero jamás lograron el descanso que necesitaban porque en medio de una noche cerrada, sin luna, fueron sorprendidos por un rugido ensordecedor que les encogió los corazones de hasta los más valientes. Scatha, el asesino de enanos, se abalanzó desde las ruinas de los edificios y aterrizó entre los hombres de Fram. Desquiciado y hambriento, el hórrido gusano reconoció el olor de los caballos en los hombres y salió de su guarida oculta entre los valles para darse un sangriento banquete. Scatha apresó entre sus fauces a Hamilgarh, amigo de la juventud del rey y desapareció entre las sombras mientras el resto de sus compañeros todavía se aprestaban a las armas. Lo persiguieron un corto tramo, pero el gusano era demasiado veloz para su tamaño y pronto, Fram y sus guerreros se encontraron corriendo a ciegas por desfiladeros peligrosos sin la certeza de seguir a su presa.

Los valientes guerreros continuaron a pesar del cansancio pero a cada tranco el camino se hacía más y más peligroso en la oscuridad. Creyeron oír los gritos de Hamilgarh formando ecos en las paredes de las montañas, pero les era imposible interpretar la dirección de dónde provenía. Así que con dolor y una honda angustia, cuando los ecos cesaron, regresaron a la colonia. Durante el regreso, la cacería se cobró su segunda víctima, cuando Halbarad, primo de Hamilgarh se perdió en el vacío al desmoronarse bajo sus pies parte del maltrecho camino.

Sin cabalgadura y con dos hombres menos, Fram meditó el resto de la noche acerca de sus posibilidades contra Scatha y llegó a una amarga decisión. Cuando el sol salió al día siguiente, reunió a sus hombres y les dio a conocer su medida: o volverían con la cabeza de Scatha a cuestas, o no regresarían a casa jamás.

Cuando amaneció y el sol iluminó el angosto trecho que comunicaba Khaz–morom con Uldarum, una fortaleza cercana en la que, según Fram, era muy posible que el dragón se escondiera, la partida reanudó su marcha pero un perturbador hallazgo los detuvo. En medio del camino, la cabeza cercenada con malicia de Hamilgar estaba siendo acosada por bandada de cuervos. El descubrimiento hizo mella en el espíritu de los cazadores. Pero ninguno sintió tanta pena como Fram. Un terrible vacío se apoderó de sus corazones, donde el temor echó sus raíces.

Uldarum no había sufrido gran devastación, porque los fuertes muros de la fortaleza resistieron en mayor o menor medida por la gracia de los enanos para construir sus inexpugnables fuertes. Pero su estado de destrucción resultaba muy por encima de cualquier de restauración posible. La desmesura del pueblo enano en el tamaño de sus mansiones era conocida por todos; como si quisieran dejar un legado en las montañas más que formar hogares solamente en los que vivir. Los grandes salones tallados en la roca viva hubieran podido albergar un gigantesco ejército, pero ahora sólo amparaban el desorden de mobiliarios destruidos cubiertos por el denso polvo que arrastra el viento.

Pero de Scatha no había señales. Ni de rastros que indicasen que Uldarum fuese su guarida. Viendo la firmeza de los cimientos y la capacidad defensiva de la fortaleza, Fram ordenó a sus cazadores que preparasen aquí emboscada. Los arcos de la plaza principal estaban aún erguidos y las rejas aunque magulladas y corroídas seguían siendo sólidas. Fram había contemplado el tamaño del gran gusano; era monstruoso; distinto en forma, sin embargo, a los grandes dragones de las leyendas.

Porque Scatha era un largo y escamoso gusano de color verde con escamas de bronce ambarino, pero sin las alas características de su espantosa especie. En su lugar, sobre lo que pudiera considerarse el lomo de la infame bestia, se extendían como protuberancias óseas algo cortas pero muy agudas y afiladas y su largo superaba quizás los doscientos pies aunque se enrollaba y mantenía retorcido. Privado de volar, las rejas podían dejarle atrapado por un tiempo al menos, el suficiente mientras lo hostigaban con arcos y lanzas.

Los hombres de Fram trabajaron hasta caída la tarde, desplazando los escombros para sellar la salida sur de la plaza y reforzando la reja del arco oeste. Aseguraron la plaza apuntalando los muros para que no puedan ser derribados por el dragón y los arqueros treparon a una torre cuya atalaya se hallaba truncada por un derrumbe y aguardaron allí hasta su momento de actuar. En el centro del patio, los demás apilaron andamios podridos, maderas y todo aquello que pudiera arder.

– Arrojen al fuego todas las provisiones que todavía carguen – les anunció Fram a sus éothéod – junto a las vainas de sus espadas y todo forraje proveniente de animal que no sirva para la lucha. Porque no nos alimentaremos de otra cosa que no sea carne de dragón y nuestras espadas no volverán a ser envainadas hasta entonces.

Los éothéod de Fram eran bravos y estaban deseosos de gloria y renombre. Tanto como Fram, deseaban acabar con el dragón y hacer de su nombre una leyenda. Pero la de Fram parecía más una venganza personal que una cruzada. Por amor a su señor, siguieron su orden y arrojaron todo cuanto tenían a las llamas. Pero este fue el inicio de la decadencia de su lealtad.

Una humareda negra se elevó desde la plaza de Uldarum y la peste a brazas y cenizas viajó por las montañas, arrastrada por el viento del oeste. Cada hombre tomó su posición y aguardaron a que el gusano fuera atraído por el señuelo.

Más Scatha no apareció. La noche transcurrió lánguida y sosegada, sin que se escucharan los rugidos de la bestia como fue la noche anterior. La tensa espera terminó por desmoralizarlos y al despuntar de nuevo el sol por entre los cerros, uno de los arqueros apostados en la atalaya, salió de su escondite. A viva voz cuestionó la dirección de Fram y expuso la locura del rey, diciendo que buscaba acabar con el gusano para salvaguardar su orgullo herido. Desde abajo, Fram también se reveló de su resguardo y colérico desafió al arquero a medirse por la espada.

Se habría derramado sangre de hermanos si no fuera por un peor mal que acudió sin la sospecha de ninguno de los cazadores. Confundido entre las rocas, la desfigurada forma del gusano se hallaba escondida a simple vista, contra las escabrosas paredes de piedra. Sólo fue advertida su presencia cuando era demasiado tarde. Deshaciéndose de su camuflaje, el gusano proyectó su horrible cabeza triangular y devoró de una sola dentellada al arquero desafiante del atalaya. El ruido de sus huesos estallar bajo la presión de esos terribles dientes acabó con la disciplina de algunos de los hombres que arrojaron las armas y huyeron de Uldarum sin saber jamás qué fue de su destino. Entre los cobardes se contaba a Gotwald y Dunneth, dos que debían mantener la reja abierta hasta que Scatha se ubicase en la plaza. Pero al huir acobardados por la repentina irrupción de la bestia, dejaron libre las cadenas que la mantenían alzada y sus compañeros quedaron atrapados en la propia emboscada.

No podrá decirse jamás que aquella matanza fuera una batalla. Porque a pesar que los rohirrim no guardan sus tradiciones escritas en rollos o pergaminos, al parecer hicieron un esfuerzo especial para borrar de sus historias este semejante acto de cobardía. Esta es la razón por la que pocos detalles sobrevivieron para ser relatados.

Sin embargo, no todos son nefastos o vergonzosos. Algunos hablan de un extremo coraje, como el del virtuoso Grimbold que luchó, despojado de todo egoísmo, aun habiendo perdido un brazo entre las fauces de Scatha, hasta encontrar la muerte bajo el vientre de la bestia. O el arrojo de los arqueros, que descargaron todos sus proyectiles contra la bestia. Pero como su piel resultó ser impermeable a sus flechas, cuando éstas se les acabaron lanzaron piedras y escombros y por último se arrojaron ellos mismos con sus puñales dispuestos hacia el reptante. Pero no hicieron daño alguno más que enfurecer al dragón. Scatha, como un caballo espantando moscas, agitó el extremo de su delgada cola – que finalizaba en un apéndice agudo y contundente, como la punta de una lanza – y la descargó contra la torre de la atalaya, derribándola. Los valientes arqueros murieron aplastados bajo los escombros.

Fue la destreza de Fram la que puso en fuga al gusano. Diestro para el lanzamiento, el señor de los éothéod, arrojó con certera puntería su hacha de mano y ésta desgarró la delicada membrana correosa que se despliega en la coyuntura de los labios. La herida fue severa y el gusano se retorció del dolor. Luego se arrastró sobre su vientre inmundo y abandonó Uldarum dejando detrás solo muerte y destrucción. Los únicos sobrevivientes fueron Meredith, Fram y Visgard, pero este último no sobrevivió a sus heridas. Merediht dio sepultura a sus hermanos allí mismo en la plaza de Uldarum, colocando su propio yelmo como un recuerdo triste a sus compañeros de armas caídos. Más Fram no participó de los ritos funerales. En solitario, se recluyó en una de las salas que debió pertenecer a un enano de noble posición y allí permaneció, desafiando al tiempo.

Cuatro días permaneció Fram encerrado en la más honda soledad. Y Meredith lo aguardó durante cuatro días, pero al anochecer del cuarto, llamó a la puerta de su señor y no tuvo respuesta. Muy a su pesar, comprendió que Fram fiel a su palabra no volvería a su reino. El último de los cazadores abandonó caza. Partió de la fortaleza dejando atrás los restos de Uldarum y con eso, a su señor.

La soledad de Fram no duró demasiado. Al día siguiente, mientras estaba sentado en una silla de alto respaldo, esperando la muerte en un pasivo abandono de si mismo, advirtió voces provenientes de los pasillos lejanos de la fortaleza que hablaban en otra lengua que no podía comprender. Fram temió que se tratase de trasgos que descendían de los montes para rapiñar los despojos que Scatha pudiera haber dejado. Pero no se trató de orcos. Desde el alfeizar de la ventana, Fram se asomó y descubrió a un puñado de enanos, armados y vestidos para la guerra, revolviendo los restos de sus hombres.

Se trataba de mercenarios de las Colinas de Hierro que andaban también a la búsqueda del gusano Scatha. Portaban picas y alabardas y sus yelmos estaban rematados en púas, pensados para golpear también con la cabeza de ser necesario. Fram no demoró en ir a su encuentro, pues creía que se le presentaba una última oportunidad contra Scatha y a diferencia de sus norteños, estos enanos conocían las artimañas de las serpientes demasiado bien, pues por mucho tiempo las habían perseguido.

Su jefe, Oldo, se mostró reacio con Fram, pues los dos sabían que la cabeza de Scatha no era el premio último ni mejor. Y no tenía ningún entusiasmo en repartir el botín con los hombres de cabello de paja. Aunque ninguno mencionó el botín, Fram se unió a la partida de enanos. Se supone que cada cual sintió que el otro se le unía. Pues Fram era orgulloso y altivo y los enanos son por naturaleza necios y sumamente obstinados.

DE ENANOS Y DRAGONES

Tras un día de marcha, Fram comprendió su tosco idioma con solo escucharlos hablar. Al segundo día se sentía en condiciones de hablar la lengua ancestral de los enanos pero guardó silencio. No confiaban del todo en Fram y creían que hablando en su lengua materna, el rey de los éothéod, no los entendería. Durante este tiempo fue que en secreto aprendió mucho del oficio de cazadragones; acerca del comportamiento de las bestias y sobre todo sus debilidades. Tuvo que controlar sus impulsos cuando oyó a los enanos mofarse acerca de "la idiotez de los hombres con pelo de paja". Pero no los culpó, pues esa carga era suya y de nadie más. A menudo mencionaban algo a lo que de modo burdo llamaron la siesta del dragón; un sueño profundo en que caen los dragones para facilitar la digestión o para recuperarse de una enfermedad o herida seria. Según los enanos había que ser un verdadero demente para atacar a un dragón que no se halle dormitando en su guarida.

Oldo, quizás por motivos obligados de cortesía, a veces caminaba junto al rey e intercambiaban palabras. Le contó que antes de la infección de los dragones había que aventurarse muy profundo en el lejano Forodwaith para toparse con uno. Pero estos días estaban volviéndose oscuros por alguna razón que no sabría decir. Al principio llegaron los más pequeños. Huyendo quizás de dragones más grandes pues estas abominables bestias se devoran entre sí. Pero Scatha, aunque no fuera el dragón más grande o el más poderoso, era sin lugar a dudas el más cruel y de todos el más maldito, pues conocía las lenguas de los hombres y era además muy viejo. En los anales de las crónicas de los enanos, se cuenta que Scatha había aterrorizado a los elfos y a los hombres desde los primeros años del sol al servicio de la voluntad del Gran Señor Oscuro cuyo nombre Oldo no se atrevía a mencionar. Oldo también recitó historias a Fram acerca de un fastuoso reino de antaño llamado Gondolin que pereció por la prole de gusanos de la que Scatha era parte. Y como aplastó a las huestes de los bravos soldados noldor en una colosal batalla ante las puertas de Angbad antes de que ésta fuera destruida hasta los cimientos. Pero a Fram, que ignoraba por completo estos nombres, no le significó gran cosa salvo que Scatha había vivido demasiado tiempo.

Aunque el camino del desfiladero continuaba al este, Oldo condujo a su grupo montaña arriba, por un terreno pedregoso y blando, muy difícil de asir. Avanzaron lentamente y con cautela pues al elevarse unos pocos pies por encima del camino del desfiladero el más ligero tropiezo desencadenaría en una caída fatal. Fram comenzó a sentir el peso de su promesa y las fuerzas comenzaron a faltarle porque el camino resultaba ser muy duro a los pasos de hombres, más no para marcha de enano y estos avanzaban con envidiable normalidad. Por fortuna, el grupo se detuvo en una explanada cercana a la cima de un monte sin nombre y desde ese lugar la vista cubría tanto norte y sur de las montañas grises. Era un mirador del que se podía escudriñar todo el oriente hasta donde la vista se perdía, más allá del Brezal Marchito. Según Oldo aquel distante páramo fue cuna de numerosas bestias olvidadas que el Oscuro crió para sus malvados propósitos. Dejando a sus enanos encargarse del campamento, Oldo invitó a Fram a contemplar la vista y en un tono de voz que sólo éste pudo escuchar le dijo:

– Ningún invierno es demasiado frío para un dragón. Pero prefieren morar en cuevas protegidas del viento y de la escarcha. En algún lugar entre estas montañas se esconde Scatha, ¡maldito sea cien veces su nombre! He recorrido de extremo a extremo estas montañas y jamás lo hallé. Pero gracias a ti, que lo has herido, uno de mis exploradores divisó al gusano arrastrarse hasta aquel peñasco mientras se retorcía hacia una cueva muy cerca de aquí. Ahora Scatha no volverá a salir hasta que sus heridas sanen. Aunque dañado, nos espera una difícil batalla, lord Fram. Pero la recompensa es inmensa. Si alcanzamos el éxito, dividiremos sus hartas riquezas en partes iguales para cada miembro de la banda.

Fram aceptó. Aunque no consideró demasiado justo el acuerdo pues fue su hacha la que había dejado al dragón herido y vulnerable. Cuando los enanos repartieron las provisiones le ofrecieron las suyas también a Fram, pero este las negó. Considerándose ultrajado, uno de los enanos de Oldo manifestó con suma vehemencia su descontento por la compañía de Fram y su desprecio en rechazar comida de enanos en frente de éstos. Pero antes que Oldo tomara cartas en el asunto o que el malestar empeorase, Fram se disculpó con él en voz firme para que todos puedan oírlo. Y les reveló su juramento de no probar más bocado hasta que no sea la carne de Scatha la que se llevase a la barriga. Sus palabras dieron paso a un grave silencio que poco a poco se confundió en una mar de carcajadas y de obvias burlas en lengua enanas.

Oldo, en vistas que Fram estaba perdiendo la paciencia ante las mofas, le explicó: – No existe nada en el mundo tan venenoso como la carne de los dragones. Ni los cuervos o buitres se afanan de sus cuerpos una vez muertos. Pero los ojos no son venenosos, aunque sí horribles y babosos – Oldo palmeó la espalda de Fram y le convidó una bebida grumosa y muy fuerte que el enano aseguró que podía considerarse comida y bebida al mismo tiempo. – Los hambrientos no luchan bien. Más tarde podrás engullir un dragón entero si te apetece. Pero es momento de que recuperes energías. Mañana empieza la cacería – El brebaje le revitalizó y calentó sus entumecidos miembros. Aunque lo encontró desagradable y lo bebió dos largos sorbos apurados.

EN LAS GARRAS DE SCATHA

La cueva de Scatha estaba demasiado bien escondida y la entrada se confundía en las irregulares salientes de las paredes de roca. Resultó ser una abertura algo angosta para el presunto tamaño de Scatha; de 10 pies de ancho y unos 12 o 13 de alto. Pero tras un breve tramo se abría una recámara muy amplia de la que colgaban cientos de agujas de piedra. El suelo estaba removido, porque el vientre del gusano se arrastraba y dejaba su marca, sea en grava o roca. Pero también había marcas de huellas y profundos desgarros de unas afiladas garras en los bordes de la entrada.

Antes de internarse en la más absoluta oscuridad, los enanos armaron algunas antorchas y en silencio (tanto silencio como se le puede pedir a un enano) se adentraron uno a uno por el umbral hacia las sombras. La sorpresa fue mayor cuando el fulgor de las llamas se reflejó en las paredes: el ambiente se iluminó de sobremanera, como si se hiciera el día en aquel agujero olvidado por el sol. Las estrellas que anidaban en las paredes eran vetas de un metal brillante y reluciente. Oldo susuró a Fram que esta era una cantera de mithril descubierta poco antes de que los dragones infestaran las montañas y los trabajadores debieron abandonarla con gran recelo. Para Oldo, que Scatha eligiese este lugar como morada era un hecho de lo más fortuito ya que fueron los capataces de esta mina quienes contrataron sus servicios para deshacerse del mortal intruso.

Avanzaron por la profundidad de la caverna deteniéndose en cada recodo y en cada esquina y el grupo continuaba solamente si estaba seguro que Scatha no se hallaba delante. Unos a otros los enanos se recordaban en susurros que los dragones heridos se alejaban y dormían largo tiempo hasta que sus heridas sanaran. La estrategia de Oldo era aprovechar la siesta del dragón y antes de que se diera cuenta amarrar fuertemente sus extremidades y su cabeza y luego concentrar el ataque contra el vientre pálido de la bestia.

Pero el éxtasis de la partida empezó a decaer a medida que se internaban más y más en las cavernas que parecían no tener final. Además algunos pasajes ascendía bruscamente sin que los enanos pudieran explorar más allá de lo que podían sus ojos ver. Lo mismo sucedía con otras muy hondas fisuras que las antorchas no lograban iluminar sus fondos. Si el gusano se inclinase por esos accesos imposibles para los enanos, nada quedaría por hacer más que retirarse. Pero entonces, uno de los enanos que caminaba en la vanguardia, reconoció el rastro de Scatha en el suelo y el grupo lo siguió. Tras una inquieta marcha, las antorchas iluminaron su mortecino resplandor en las escamas ambarinas de Scatha. Poco faltó para que un enano tropiece con su enorme hocico. Oldo alzó la antorcha y la amplia recamara se iluminó por completo. Scatha se encontraba profundamente dormido, enrollado a la manera de las víboras. Fram recordaba su inmenso tamaño pero hasta ese momento no se había percatado de las patas de la bestia. Eran cortas, pero gruesas y sus palmas terminaban en garras curvas como sables deformes.

Pero mientras Fram observaba a la infame criatura, los enanos depositaron su torpe atención en el lecho en que se acostaba la bestia. Scatha reposaba sobre un colchón de oro que cubría gran parte del suelo. Y no era oro en monedas y en barras solamente. Sino que había joyas y gemas brillantes. También otros elementos muy valiosos tales como espadas enjoyadas y herrería élfica.

No podrá acusarse que los enanos, ante tal desmedido tesoro, cometieron traición. Pues por todos es sabido que el corazón de los enanos está volcado a la riqueza por la riqueza misma, más allá de toda beatitud o utilidad. Uno de los enanos, sintiéndose profundamente atraído por un puñal de magnífica hechura, con hoja de mithril y empuñadura de plata y zafiros, se hizo de él mientras el dragón aún dormía. Sus compañeros le reprocharon por su absurdo egoísmo, pero de pronto cada cual sintió que le estaban despojando de su parte de botín. Y devino inevitablemente en discusiones acaloradas a pesar de los esfuerzos de algunos de sus compañeros que trataron de apaciguar los ánimos. Las roncas y guturales voces terminaron por despertar a la bestia de su siesta del dragón antes de que fuera inmovilizada según los planes de Oldo. Sin que la partida de cazadores lo notase, sin emitir ni el más ligero de los sonidos, Scatha desplegó su larga y puntiaguda cola con la velocidad de un trueno. La fuerza brutal del látigo partió en dos al mismo Oldo.

Y entonces a los enanos les invadió el desorden. Sin la conducción de Oldo ni orden alguna se arrojaron a sus armas sin más estrategia que pincharlo con sus largas picas. Scatha retorciéndose, contorsionándose, y dotado de sus garras y dientes, comenzó a deshacerse de los atacantes de las formas más terribles y atroces – devorando salvajemente a algunos, hiriendo fatalmente a otros – desatando el caos y el terror. Al principio la fiereza enana le respondió el daño con bravura. Pero uno a uno, fueron cayendo bajo la ferocidad del gusano, pagando con muerte el pecado de sus miserias.

Fram no se quedó atrás. Blandiendo a Eadurang, la espada de los reyes de los éothéod y su escudo, acometió con ira desatada. Tres veces fue tumbado por el retorcido cuerpo de Scatha. Y de cada caída logró sobreponerse enceguecido por la venganza, por el odio y por la culpa de arrastrar a la muerte a sus fieles hombres. Pero aunque Eadurang bailaba y golpeaba, la piel del gusano resistía, como si las escamas fueran quizás de hierro o incluso de una naturaleza más dura.

EPÍLOGO

– ¡Déjanos soplar el cuerno, papá!

Bungo estaba eufórico, como si hubiera comido demasiados pasteles de miel. Merry sonrió, dejando el cuerno en el atril.

– Eso ni pensarlo ¿Acaso quieres que vengan todos los jinetes del Folde Oeste a nuestra puerta y pregunten quien los ha convocado?

– No somos tan pequeños... – le reprocho Elissa con un tinte de incredulidad y de superioridad. Merry suspiró. « Está creciendo muy rápido »

– Ahora es momento de ir a la cama. Recuerden que su madre los levantará temprano para recoger las moras.

Los dos mayores hicieron caso de inmediato pues las moras eran su debilidad y se dirigieron a sus dormitorios. Bungo fingiendo ser el rey Fram y Elissa protestando, molesta, por tener jugar el rol de Scatha. Goldberry, con los ojos hinchados de sueño, le pidió a su padre:

– ¿Me podrías contar otro cuento antes de ir a dormir, papito? – pocas cosas emocionaban a Merry después de haber vivido tantas aventuras. Pero la pequeña Goldberry siempre lograba que el corazón le diera brincos de felicidad.

– Mi dulce Goldberry... algún día te contaré por qué llevas ese nombre tan hermoso como tú. Pero ahora, a la cama. O tu madre nos regañará a los dos.

– Por favor. Si quieres puedes contarme otra vez como peleaste contra el Rey Brujo – Merry no pudo evitar sonreír.

Cuando los niños se cobijaron bajo las mantas, Merry besó sus frentes y les deseó las buenas noches. Regresó a la sala de estar y se quedó allí, contemplando el Cuerno de la Marca por largo tiempo.

Notando su ausencia – y sobre todo su silencio – Estella, su esposa, cubierta con la salida de cama se mostró algo molesta al verlo parado frente al hogar sin comprender por qué sonreía a tan largas horas de la noche. Merry dijo solamente que no pudo conciliar el sueño. Le pasaba a veces, cuando su mente viajaba a otros lugares, a otros tiempos, y le invadía la nostalgia.

Estella se acercó y le besó la mejilla. Le preguntó si se le antojaba algo de té pero el hobbit negó con la cabeza. Observó por la ventana que la noche comenzaba a ceder ante la tenue claridad de la mañana. En unos momentos, el sol rojo del amanecer brillaría por los campos y las espigas doradas de trigo se mecerían en el cálido viento estival.

– No, Estella, pero te lo agradezco.

Fue por su abrigo que colgaba en el guardarropa, detrás de la puerta.

– Creo que mejor saldré a cabalgar un rato.

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