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Taxi, taxi.


(Para una mejor experiencia, dale al play de la caja de Spotify)

Que llueva es un cliché. Y sin embargo aquí estoy, en esta noche infame, aguardando el taxi, mojado y calado hasta los huesos.

Claro que han pasado otros taxis. Algunos vacíos. Pero no mi taxi. El mío vendrá por mí a la hora señalada, sin necesidad que lo detenga. El chofer ya sabe.

No muy lejos de donde me encuentro hay un alero donde podría refugiarme. Pero tengo miedo de que no me vea y lo pierda. Por eso sigo aquí, mojándome bajo la lluvia oscura a estas horas de la noche. Por miedo. Es mi primer viaje y me preocupa mucho perder el taxi y quedarme varado aquí. A estas horas. Y en este día.

El guiño de unas luces me secuestra la atención. A pesar de mis temores, el taxi llega justo a tiempo. Sin regalarle ni un segundo a la puntualidad de su servicio. Abro la puerta trasera y me deslizo por el tapizado del asiento. El chofer se voltea y me dirige una mirada como si no le importara en absoluto que yo chorrease agua en el interior de su vehículo. Otro en su lugar se molestaría. El, en cambio, sonríe. Como adivinando mi respuesta, me increpa con tono mordaz:

-¿Cómo le ha ido, amigo?

-No es como lo recordaba –dije al cabo de una pausa.

-Nunca lo es –y volvió la vista al frente, poniendo en marcha el vehículo-. Déjeme decirle que nueve de cada diez pasajeros se llevan la misma impresión cuando visita parientes.

Entonces abrigué un irrefrenable impulso. Aquel que se siente desde el asiento trasero de un taxi; cuando la noche es larga y los vicios son pocos. Él no me conocía en absoluto. Yo no sabía su nombre. Y sin embargo me confesé;

–Siempre supe la clase de perdedor que era mi padre -le dije.

Seguí la conversación sin tener en claro si acaso estaba hablando con alguien o solamente reflexionaba en voz alta.

-Nunca entendí que vio mi madre en él. Debería haber visto su cara de asombro cuando me presenté. Le di una buena tunda. Ese imbécil no volverá a dejar en cinta a ninguna jovencita más. Lo sé bien. Y algo dentro mío me dice que será gracias a mí.

Se limitó a asentir. Dejó pasar un instante y luego agregó.


-El destino obra de maneras extrañas, amigo.

Puede ser que así sea. La idea no me hizo gracia.


-¿Le doy un consejo, amigo? -continuó mi chofer-. Olvídelo. Hay cosas que mejor dejarlas en el pasado. Y si me permite una recomendación, a seis horas de viaje se juega la clasificación para la copa del mundo. Lo leí en el periódico, será un partido de los buenos. Puedo conseguirle unas entradas si quiere.

Su propuesta llegó en mal tiempo. Nunca me perdí un buen partido de futbol. Pero mi mente naufragaba de una memoria triste a otra. Paseándose en un gris espiral de recuerdos amargos. Rechazo su oferta. Antes de volver a casa quiero hacer una última parada. Le digo al chofer que me lleve. El taxista suspira. Me dice que no sabe lo que me pierdo. Acelera.


Descanso unos segundos la cabeza en el asiento. El Volkswagen emite un ronroneo constante que adormece. Me preocupa quedarme dormido así que abro mi billetera y saco su vieja y arrugada foto. Nancy. Mi preciosa Nancy. ¿Cómo pudiste? No sé cuánto tiempo me quedo absorto en su imagen; pero lo suficiente como para entrar en calor. Ahora estoy sudando, me quito el abrigo pero no basta. Me desabrocho los primeros botones de la camisa. La cálida brisa que se filtra por mi ventanilla comienza pronto a sofocarme. Mi taxista lo nota.

-El clima cambia muy rápido. Será mejor que tenga a mano ese abrigo, amigo.

Tras un intervalo indefinido de tiempo el taxi se detiene. Y no me alegra tener que darle la razón a mi taxista: el suelo está ligeramente cubierto de escarcha. Me advierte que vendrá por mí exactamente en media hora. Que no demore, es un barrio peligroso. El Volkswagen se aleja dejando tras de sí una densa humareda blanca. Con la vieja foto apretada entre los dedos, me adentro en los suburbios donde ahora vive Nancy.

Todas las malditas casas son iguales. Así son los suburbios. Debieron contratar al mismo arquitecto para las veinte manzanas. No logro dar con la casa hasta que, a lo lejos, diviso a Tomás con su habitual lanchera amarilla. Camina con ese mismo paso triste y cansino de siempre. A esta hora estará volviendo de la obra, donde le explotan, según Nancy, doce horas por el mínimo. Siento lástima por él. Agazapado, lo sigo unas tres cuadras hasta que se aproxima una vivienda genérica, sin adornos, idéntica a cualquier otra. Ingresa. A través de la amarillenta cortina de la ventana, veo la silueta de Tomás, abrazando a Nancy. Se dan un tierno beso.

Prendo un cigarro. Tardo dos pitadas en decidirme. Cruzo la calle y apago mi cigarrillo en el pórtico. Toco timbre.

Mi taxista paga la fianza. El oficial de policía me hace llenar unos papales y me devuelven el reloj y la billetera. Se quedan con la vieja foto escolar de Nancy, por razones obvias. Catorce horas en el calabozo me han obsequiado la apariencia de todo un indigente. Pese a todo, me siento renovado. Como quien se quita una horrenda espina encarnada en la planta del pie.

-A usted sí que le gustan las emociones fuertes, amigo –abre la puerta del taxi y me subo en él. Le digo que quiero volver a casa. El chofer no me interroga, no le hace falta. La maldición del asiento trasero de los taxis me hace hablar. Y me expongo sin culpa.

-Entré a su casa, ¿sabe? Tuve que reducir al viejo a golpes. Debe haber sido un hombre rudo de joven. Porque me costó dos dientes rotos. Y al final encontré a la zorra. Escondida bajo la pollera de su mamá. Yo… yo estaba hecho una fiera. Jamás creí que vomitar toda esta mierda que llevo dentro por tantos años me haría tan bien… Le llamé ramera, una desgraciada mujerzuela incapaz de amar a nadie. Allí estaba Nancy, agazapada detrás de Sonia, que me amenazaba con un cuchillo de cocina. Gritaba que iba a llamar a la policía. Me importaba un cuerno. Le avisé que su amada hijita, la fiel devota, la misma que llevaban a misa todos los domingos, había fornicado con su instructor de tenis. ¡En nuestra cama! Nancy lloraba. Le grité zorra unas cien veces, le dije que seguramente habría contraído pestes por haberse acostado con mil marineros. Los polis no tardaron en llegar...

-Supongo que esa Nancy lo recordará por siempre. Un susto como ese no es fácil de olvidar para una criatura de tres años. Bien, hemos llegado. Son… a ver, déjeme ver… estamos en el ´82… venimos del ´77… entonces serían cuarenta y dos años… once meses: cuatrocientos setenta dólares. No se preocupe por la fianza, envíe una nota de crédito a la central; ellos se ocuparán.

El taxista pisó el acelerador y se marchó. Es la primera vez en mucho tiempo que me siento satisfecho.

Por un instante se me ocurrió que lo nuestro falló porque yo le recordaba a cierta aterradora experiencia que vivió de niña. Creí recordar que alguna vez Nancy había expuesto esa idea en alguna de estas inútiles terapias de pareja que intentamos tantas veces. Pero esa imagen se esfumó rápidamente de mi cabeza.

El servicio costó bastante dinero en verdad. Aunque se me ocurre que, si ahorro otro poco, quizás podría ir a visitar a ese encargado que me despidió en el ´96.

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