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Más que cero y uno.


El sol se caía otra vez en el horizonte y Theo iba tras él, surcando el interminable desierto que se extendía hasta donde la vista abarcase; un paisaje que no conocía de lindes ni de fronteras. Tal sol, dorado-rojizo, único morador de estos páramos estériles, provocaba crueles espejismos en cada duna y en la cima de cada médano. No iba solo. Tras sus huellas avanzaba el fiel Jansen, cuya sola presencia reconfortaba.

Juntos vagaron más tiempo del que Theo era capaz de recordar. Pocos recuerdos tenía de lo que pasó antes. ¿Existió acaso aquel tiempo en que buscar agua no fue una necesidad de urgencia y en que la comida brotaba de un suelo verde y suave? ¿O quizá eran ensoñaciones ajenas? Lo cierto es que nada quedaba ya, si alguna vez lo hubo. Solo el polvo pardo y áspero que cubría su cuerpo.

Era un frío terrible el que reinaba cuando el sol abandonaba el firmamento, incluso capaz de poner en peligro la delicada maquinaria de Jansen. Sin embargo y por esta vez, antes de descansar, disfrutó la brisa en su cuerpo y esta le renovó plenamente. A su lado, su compañero disfrutaba la brisa a su manera, desplegando las aspas de su anemómetro que comenzaron a girar enérgicamente. Cuando escuchó a Jansen disminuir las revoluciones de sus ejes, Theo simplemente se recostó sobre él. Se cubrió con su poncho raído y cerró los ojos.

Un nuevo día inició sin novedades. El ciclo se puso en marcha y ellos dos hicieron lo mismo. Que el mundo hubiera marchito no era una excusa para abandonar su tarea.

Siete horas fueron las que Theo caminó bajo el calcinante sol. En su cenit, a través del aire caliente que emana de la tierra, altas figuras ondulantes danzaban en allende; eran pétreas las columnas cuyas formas caprichosas se alzaban al cielo como queriendo tocarlo. Este paisaje era nuevo para Theo aunque familiar. Se asimilaba a un bosque. Enorme y colosal. Un bosque que jamás había visto.

No tenía más datos que los que expresaba el manual de exploración y éste decía: bajo estos pilares irregulares es posible que se reservase agua, atrapada bajo los sustratos sólidos. Era, de todas formas, poco probable pero ordenó a Jansen seguir el protocolo y el mecápodo liberó su apéndice que comenzó a girar como taladro. Con letal parsimonia excavó la tierra al pie de una de las torres pero dos horas después la hélice perdió velocidad lentamente, hasta detenerse. Sin más tensión en las cuerdas, Jansen dejó de moverse. Se activaría otra vez, cuando soplase la nueva brisa, pero hasta entonces Theo quedaría solo. El desierto se volvió insoportablemente silencioso.

Nada se oía.

Nada se movía.

Y sin embargo escuchó un canto.

Había oído el viento cantar, muchas veces. Lo hacía con fuerza y su hálito poderoso era capaz de tumbarlo en la arena. Lo había escuchado cantar suave y sutil. Pero ésta no era la voz del viento; éste era un canto nuevo. Uno que se escuchaba en las rocas y serpenteaba en los pasillos de sus sombras.

Theo, incapaz de cuestionar el procedimiento, debatió un instante si era apropiado dejar a su compañero. Pero tal procedimiento, supo razonar, entraba en conflicto cuando citaba expresamente la normativa 1–35a: (...) Estudiar, en la medida de lo posible, cualquier fenómeno ambiental desconocido para evitar posibles amenaza previo a reanudar el procedimiento 1–32; Percepción de irregularidades en la seguridad operativa. Finalmente, y abusando de su propia capacidad de interpretación, Theo se alejó de su compañero en reposo. Las expresiones de su rostro no lo demostrarían, pero estaba inquieto. Experimentando algo muy parecido al entusiasmo, por primera vez en mucho tiempo.

Trazó una línea con sus pasos en dirección al canto extraño y encantador, cuidando de no perder de vista al inmóvil mecápodo. Pero lo que descubrió, tras un centenar de pasos, le hizo olvidar momentáneamente a su compañero. En una amplia explanada los restos de una caravana yacían desparramados en una sucesión lógica que explicaba la rotura en el desplazamiento y la posterior pérdida de inercia. Valiosa era la madera y los metales que Theo rescató, útiles sobre todo para mantener a Jansen funcional. Más nada entre los restos había que Theo pudiera necesitar. El hallazgo de la caravana había capturado su atención; pero el armónico canto reanudó su llamado, esta vez más claro.

Pese a su estricta formación protocolar, no estaba preparado para la que vio. Tras uno de los pilares de roca, al borde de la explanada, múltiples cuerpos en pronto estado de degradación celular yacían dispersos. El conteo alcanzaba los nueve. Theo lamentó no haber llegado antes y atestiguar el modo de vida de éstos, hubiera sido la primer interacción con personas desde hace más tiempo que el que podía recordar. Pero tras ver las posibles causas del deceso, no se sintió tan desafortunado: numerosas incisiones y laceraciones daban noticia de que hechos violentos tuvieron lugar aquí y entre ellos. Proto–armas, tales como objetos protuberantes, y en general cortantes, estaban todavía apretados en las manos de algunos de ellos.

Y el canto tan misterioso no provenía de ningún muerto. En la sombra, apoyada contra la roca, una silueta confusa descansaba con dificultad. Theo se acercó lentamente y pudo reconocer que aquella persona estaba cantando. No era un canto monótono como el del viento, era un canto repleto de matices y que invitaba a la serenidad. Era una mujer. Entre sus brazos resguardaba un bulto que se removía bajo un lienzo tan harapiento como reseco.

Theo se arrodilló frente a ella para ver que se hallaba en un estado transitorio entre el descanso y la descompensación. Quizás por instinto, la mujer de pronto se sacudió, como una bestia salvaje, y empujó a Theo con la fuerza que da la reacción, tumbándolo de espaldas.

– ¡Déjanos en paz! – vociferó la hembra y con el brazo libre apuntó un agudo metal, capaz de atravesar su cuello. Sin embargo, al ver a Theo sometido, la dura y desesperada mirada en su semblante cambió lentamente a un gesto más propio de la clemencia. Theo sintió la prensa de la mujer aflojarse, vio como sus ojos se volvían blancos y entonces se desvaneció, desplomándose en el polvoriento suelo, pero sin dejar de apretar contra el pecho su celada carga. Ésta se agitó y una protuberancia rosada apareció tras el manto; emitió un agudo gimoteo que aturdió a Theo de sobremanera.

No había entrada en el manual que explicase cómo proceder. Por lo que Theo permaneció de pie, inmóvil en su incertidumbre. El llamado de la criatura era fuerte y constante, había perdido cierta conexión mamaria que él no comprendía del todo. Finalmente y corriendo riesgos muy cuestionables Theo improvisó un sólido deslizador que resistiría el peso de la mujer y el lactante. Pese al ingenioso transporte, requirió de todas sus energías el conducirlo hasta el sitio donde reposaba Jansen, esperando de nuevo al viento.

Para el atardecer, el agudo llanto del neonato había menguado. La brisa fresa crepuscular comenzó a soplar y los receptores del mecápodo se desplegaron para alimentar nuevamente la tensión de sus cuerdas. Su impávido rostro no se inmutó al ver a los intrusos pero su comportamiento, se diría, se tornó errático al principio, girando sobre sí mismo, modulando sus apéndices sin objeto alguno. El modelo J12 “Jansen” no estaba programado para interactuar con otros organismos. Mas luego acudió a Theo, que descansaba a unos pocos metros, despertándole de su letargo. Una vez en sí, explicó lo sucedido a su compañero.

No podía dejarle allí, sin sustento de supervivencia.

Jansen resonó su pianillo de corona para expresar el desencuentro de criterios.

Por supuesto que conozco el protocolo. Pero es esta una deliberación ética demasiado profunda como para relacionarla con el apartado 12–4. Además, los signos vitales de ambos se encuentran estables.

El mecápodo silenció sus acordes, se aproximó a Theo muy cerca y el pianillo de corona resonó esta vez muy pausado aunque en un volumen superior.

En absoluto. Los llevaremos con nosotros hasta que puedan valerse por sus propios medios.

Jansen trinó, apacible. Se balanceó entre sus patas.

¿Dieciséis? Tienes forma de asegurarlo.

Jansen dejó los inertes ojos de cristal redondos fijos en Theo. La conversación se vio interrumpida por la sorpresiva exhalación del neonato. Jansen retrocedió en alerta y levantó sus pinzas. El llamado despertó a la joven adulta y Theo vio por primera vez como actúa el instinto humano; la mujer llevándose al pecho a la criatura dejó que ésta sorbiera de una de sus glándulas. Con suaves meceos la criatura subdesarrollada calmó, y también con ese extraño canto soporífero que emitía otra vez. Era una resonancia gutural, melodiosa y barítona, tal como la había escuchado horas atrás. Theo descubrió que la mujer les miraba con atención. Y luego habló.

– Pensé que eras uno de ellos – confesó – Nos han seguido desde que salimos del valle y no han dejado de darnos caza.

Theo contestó que solamente él viajaba por aquí. Hizo incapié en que ella hablaba en plural, le preguntó si había alguien más con ella.

– Si Dios es compasivo, no.

Theo no le comprendió. Creyó que no era un momento adecuado para entablar diálogo así que se apegó al protocolo, que era lo único que sabía hacer. Inició un cálido fuego en el que ardió algo de la madera que rescató, pese a los reproches de Jansen, y dejaron que la hembra y su cría se cobijen en su tibia lumbre.

– Soy Lili – dijo por fin la mujer – y ella es mi hija. Todavía no decido su nombre.

La cría de Lili estaba en calma. Sus hondos ojos redondeados observaban con curiosidad lo que sucedía a su alrededor. Siendo el turno de Theo, presentó al fiel Jansen y de sí mismo apenas se mencionó como un agente explorador.

Jansen timbró con su clásica melodía. La neonata pareció disfrutar de su resonancia y emitió un breve gorgoreo. Jansen volvió a resonar y esta vez le devolvió una clara manifestación mezcla de alegría y éxtasis.

– Creo que le agrada – mencionó Lili, sonriendo por primera vez – Mi abuelo solía contar historias acerca de los exploradores. Siempre creí que eran sólo cuentos… – Theo, sin la certeza si debía o no contestar algo, se decidió por el silencio – ¿Pero caminantes en el desierto? ¿Buscadores de agua? Alguna vez lo creí. Pero al crecer aprendes que la vida es demasiado dura como para guardar las esperanzas en cuentos estúpidos. No hay nada más que arena y muerte. Nada más.

Theo reconoció un factor hostil en sus palabras pero también entendió que él no era el objeto de la agresión. Puede que no supiera entablar discursivas sociales, pero sí sabía del desierto y de su extensión. Le dijo que ella estaba en lo cierto hasta el momento (o al menos desde el cuadrante nueve hasta el diecisiete y tres norte) pero que geológicamente existía probabilidades que algo de agua se preservase todavía bajo tierra. Le contó además que el barómetro de Jansen había tomado prometedoras lecturas dos días atrás pero Lili no prestó importancia al comentario. Se limitó a dibujar una sonrisa despectiva y a refugiarse en la mirada de su cría. Theo no insistió. No tenía conocimiento de las circunstancias por la que había pasado Lili. Vio como arrullaba al lactante, que comenzaba a observar con intermitencias el fuego, y tras una serie de suaves meceos los ojos se le cerraron.

– Me los imaginaba distintos – reanudó Lili – Más fríos. Más... distantes. Mudos, diría

Theo respondió con otro silencio, dirigiendo la cara al fuego. Si le preguntara algo acerca de los estratos y las rocas bajo éstos le hablaría durante horas. Pero las preguntas de Lili resultaban de una profundidad abrumadora.

– ¿Por qué nos ayudaste? – los ojos de Lili brillaban húmedos, con el reflejo del fuego.

Theo reparó en ello un instante. Tampoco tenía muy en claro los motivos. Pese a que el procedimiento estaba repleto de contradicciones accidentales, no había ninguna norma que obligue a prestar respaldo vital a ningún sobreviviente nómade. Menos aún si esto significase interrumpir una excavación en proceso y quebrantar la norma de permanente compañía con el compañero mecápodo. Pero es que incluso Jansen, con su estricta lógica programática y lineal había interrumpido su tarea y no la había reanudado desde que aparecieron Lili y su cría.

La pregunta de Lili era imposible de responder objetivamente.

Porque eso es lo que hacen las personas, contestó al fin, las personas buenas.

Lili se quedó inmóvil durante un tiempo. Luego se volteó, arrebujándose bajo su manta para abrigarse junto al fuego. Theo la escuchó sollozar y comprendió que éste no era su momento ni su lugar. El calor del fogón desplazaba lo más crudo del frío pero no por completo. Obedeciendo a cierta conciencia, en apariencia, suicida, se quitó el poncho y cubrió con él a Lili y Theo se alejó del fuego treinta y siete pasos al noreste. Allí, bajo el efecto de una brisa parcialmente obstruida por un coloso de piedra, se quedó a pasar la noche. Jansen prefirió quedarse.

Al día siguiente, Lili no habló palabra más que para calmar a su pequeña hija, no entorpeció la búsqueda ni los intermitentes análisis de Jansen. Acostumbrado al silencio, Theo transitó el mutismo de la mujer sin prestarle demasiada atención. Pero cuando oía su voz, arrullando al lactante, se volteaba sin prejuicios buscando saciar una franca curiosidad. Notando que ambas apretaban el rostro y cerraban los ojos cuando el sol las golpeaba de frente, Theo le dijo a la hembra que si hallaban alguna zarza tejería un reparador para que lo vistan.

Lili no entendió.

Con torpes mímicas proyectó un cielo raso imaginario sobre su cabeza.

– ¿Un sombrero?

Theo vaciló. Y asintió con la cabeza. Lili le devolvió otra de sus sonrisas y durante el resto de aquel día pensó en lo ingenioso de ese nombre, sombrero.

Los análisis de Jansen fueron más favorables al dejar atrás el inmenso bosque de rocas. Mientras se adentraban en lo que alguna vez fue un extenso espejo de agua, contra todo pronóstico, el barómetro de Jansen comenzó a oscilar. Al caer el sol, Lili armó una fogata con los últimos restos de madera y se prepararon para pasar la noche. Theo la descubrió racionando un extraño trozo de arena aglomerada que, a simple vista, utilizaba como único alimento. Juzgando el tamaño, no contaría con mucho más.

Aunque la calidad es cuestionable, merece la aprobación del usuario, pensó Theo en voz alta y le tendió a Lili el sombrero recién terminado. Se trataba de un disco más o menos plano, con una concavidad central para mantenerlo en equilibrio. Lili lo tomó con la mano libre y lo estudió durante un breve tiempo antes de romper a llorar. Apretó fuerte a su criatura entre los brazos y se tumbó en el suelo ofreciendo a Theo la espalda.

Tan poco fue el tiempo que compartió con otras personas – y hace tanto ya – que no dejaba de sorprenderse de las actitudes cada vez más depresivas de Lili. Theo se alejó del fuego y les regaló algo de privacidad.

A diario, lo primero que Theo escuchaba eran los silbidos de Jansen. Era el anuncio de un nuevo sol que despuntaba. Esta vez, no lo fue, fue un ruido de lo más extraño. Incalificable. Agudo y reverberante. Intermitente. Le siguió el acostumbrado llamado del lactante que, aunque potente, no aplacaba en resonancia al primer sonido.

La responsable era Lili. Y su hija también. La hembra revoleaba un puño cerrado en el aire, un oxidado filo cabía en él. A una distancia de seis metros, otro ser conservaba una postura hostil. Agazapado en sus rodillas, tal como una fiera, su aspecto, más bien lamentable, ofrecía no tanto piedad como violencia; las múltiples laceraciones en su epidermis daban idea de una violencia reciente.

Jansen, con las cuerdas se sus servos todavía sin tensar, reposaba inactivo. Pero Theo se incorporó de un salto e, impulsado por razones que creyó socialmente arcaicas, corrió hacia Lili, gritando en el camino. El abrupto asustó al intruso, que retrocedió algunos pasos, sin perder la osadía. Se trataba de un mamífero bípedo. Con pulgares opuestos y un diestro manejo de utensilios. A pesar de las evidencias, a Theo no le era factible relacionar aquel ser con Lili. El misterioso intruso lanzó un aullido al aire y entonces se alejó velozmente, internándose en la seguridad que le daba la noche, y allí se quedó.

– No puedo creer que haya sobrevivido alguno – se lamentaba Lili, una vez recuperada del sobresalto – Si disparé todas las balas… si Ián, si Ana y Jo murieron disparándoles…

Theo era capaz de entender la presencia de Lili ( y su cría) como la excepción que forma la regla. Preguntarse qué era lo que les atacó, no tenía ningún sentido. Lili hizo una pausa. Miró a su cría, que conciliaba de nuevo el sueño, como ajena a las amenazas.

La noche sucedió sin novedades pero para tranquilidad de Lili, Theo permaneció a su lado. Según el parecer de Lili, aquel salvaje, producto de una involución demográfica, nunca interactuó con un explorador. Tal vez su apariencia y olores, del todo desconocidos, le alertaron y prefirió huir. Tambien contó, en tono más sombrío, sobre el antiguo grupo de Lili: el de aquella caravana destruida. Fueron emboscados por un puñado de estos salvajes y hasta el día anterior, creyó que todos habían muerto.

Al día siguiente, a pedido de Lili, el grupo cambió de dirección y ofrecieron un muy largo rodeo al lecho seco de la laguna para evitar el territorio del último de los salvajes. Sorprendentemente, cuando treparon por una alta colina, poco después del mediodía, los instrumentos de Jansen emitieron una muy esperada señal: el mecápodo leía vestigios de vapor de agua en el aire.

Siguieron una dirección imaginaria, rastreada sólo en los extraños instrumentos de Jansen. A veces se detenían y esperaban. Algo. Ella no sabía que. Otras veces cambiaban de rumbo en trayectorias casi ridículas. Con su hija en brazos, resultaba agotador. Pero los tres recorrían el pedregoso terreno de la colina. Cada cual arrastrado por sus motivaciones.

Fue entonces que Jansen encontró finalmente el origen de su señal. Invisible al ojo inexperto, tras un juego de sombras y de colores parduzcos que se confunden con el entorno, una boca de cuarzo se abría en las entrañas de la colina y ofrecía, quizás, la última esperanza de las esperanzas. Desde el umbral, un aire fresco soplaba y en su interior la sombra prometía el merecido descanso contra las continuas inclemencias del sol.

Jansen avanzó sin temor alguno. En su programación, el concepto de riesgo no estaba asociado con amenazas orgánicas sino con roturas de armazón o desgaste de los servos. Detrás le siguió Theo, confiando en que finalizaba así su eterna cruzada. Por último y con paso indeciso entró Lili, con su preciada carga entre los brazos.

Agua.

Por fin.

Theo jamás la había visto, pero así lucía el agua. De más quedó la confirmación de su compañero que corroboró lo evidente. La roca misma lloraba su llanto en un hilo argento que lentamente, gota a gota, se depositaba en el suelo, inundando una pequeña cuenca limpia y cristalina. Estaba, además, fría. Sólo la roca podía llorar lágrimas en un mundo de arena y sol. Formaba parte del misterio de la naturaleza. Theo lo comprendía. Le habían dicho que así era.

Pero la fortuna duró demasiado poco, porque nada de tanto valor yace sin cuidado. En la boca de la gruta, una sombra oscureció la luz entrante y los tres se voltearon de inmediato. El salvaje, el último de su grupo, jadeaba en su locura. A la vista saltaba que fuera sometido a un insuperable agotamiento pero, lejos de mostrarse inofensivo, exudaba furia en cada uno de sus grotescos gestos. Un animal no podía ser aquello; ningún animal reflejaría en sus ojos la perfecta crueldad. La saliva se escurriría por hambre y no por lascivia. Aquel no era otra cosa más que un ser que había perdido su propósito en los ciclos de la vida. No era más que un error, una antigua quimera olvidada en el curso de la evolución.

Sostenido como las bestias, aguantándose en sus cuartos traseros y apoyando en sus articulaciones interfalángicas, el salvaje acortó la distancia entre él y Lili de dos enormes saltos para lanzar todo su peso sobre ésta y su cría. Lili, por su parte, apenas tuvo el tiempo necesario para reaccionar y esconder en su pecho a su pequeña. Incitado por sus más bajos instintos, el agresivo ser recurrió a su irregular dentadura y al fragmento óseo que utilizaba como herramienta para deshacer el abrazo de Lili.

Las pinzas dactilares de Jansen se apretaron allí donde el pellejo resultaba más prominente. El acotado y simplificado código de programación del mecápodo – Theo tenía un vasto conocimiento y daba cuenta de esto – debería haber procesado en otra lógica, siguiendo la norma 23–3e, que enumera los diferentes posibles riesgos externos y 23–3f que indica las acciones a tomar. Pero el mecápodo actuó, al contrario de lo que el procedimiento enunciado, en defensa de Lili. El salvaje aulló. Se revolvió frenéticamente del dolor hasta liberarse de las tenazas. Entonces, Jansen, el incansable trabajador, no fue rival para el salvaje que tras una serie de golpes que astillaron severamente el armazón del mecápodo, lo tumbó de costado y quedó incapacitado de moverse. El daño de Jansen hubiera sido irreversible de no ser por la tardía respuesta de Theo.

La noche anterior, la presencia de Theo bastó para mantener al margen a la bestia. Pero el hambre ahora lo enceguecía, despojándole de todo miedo. Theo y el salvaje se enlazaron en un forcejeo desigual. Los agudos dientes le dañaban y, a pesar de contener los embates más violentos, el salvaje echó a rodar a Theo y lo sometió a fuerza de golpes. Fue que los incisivos amarillentos del salvaje apresaron el brazo derecho de Theo y lo retorció no sin mucho esfuerzo hasta arrancarlo de su cuerpo. La saña del salvaje recayó entonces en rostro y cuello.

Muchas imágenes pasaron por la cabeza de Theo. En su mayoría relacionadas con instrucciones de su misión o ideas vagas de las normas. ¿Acaso valía la pena conservar la humanidad en un mundo que la civilización no se precie? ¿De qué servía su misión si nada quedaba ya por salvar? ¿Moriría después de todo, aun cuando se había aferrado al procedimiento? En una extraña agonía, Theo fue perdiendo los sentidos. Uno por uno. Y su cuerpo comenzaba a ser reclamado por la vacía oscuridad en las fronteras de la existencia.

Escuchó el grito ahogado de Lili, entre el velo de la irrealidad.

En su último esfuerzo, mientras el salvaje mordisqueaba uno de sus ojos y lo arrancaba de su cuenca, Theo, el explorador de los yermos, hundió el muñón afilado en la abertura que separaba las hileras de los dientes. Oyó un grave lamento, similar al burbujeo de ciertos líquidos en ebullición y luego notó que la presión contra su cuerpo se desvanecía. El silencio envolvió la gruta. De a poco, un roce lento y pausado se aproximó hacia donde yacía. Se dió cuenta que eran pasos. Los de Lili.

– ¿Por qué? – preguntaba todavía mareada por el infierno de horribles sensaciones. ¿Por qué nos salvaste otra vez?

Porque eso es lo que hacen las personas, quiso responder, las personas buenas.

Y entonces, la nada. Theo se apagó para siempre. Lili derramó sus lágrimas sobre el explorador inanimado; el latón de su cubierta emitía un dulce tintineo cuando éstas le caían encima. Los componentes de su interior estaban desparramados a su alrededor.

El amor de madre había resguardado a la niña del daño que pudo realizar el salvaje. Ese era otro misterio de la naturaleza: Lili se hubiera sacrificado antes de abandonar a su pequeña. Pero fue más rápido el sacrificio de Theo. Y valía el doble. Porque Theo era un autómata y los autómatas no se portan así.

– Fuiste más que una buena persona – dijo al final, con la voz tomada por la angustia – Fuiste nuestro amigo.

Jansen, incorporado ya en sus patas, se acercó a los restos de su compañero. Emitió unos apagados silbidos que Lili no descifró. Entonces, raspó una de sus pinzas en el suelo, allí donde la sangre manada del salvaje se había esparcido sobre un polvo ligeramente granulado. El mecápodo alzó su articulado brazo y le mostró a Lili de que estaba relleno verdaderamente Theo. En el final de su hazaña, el autómata cumplía su misión.

Un enorme árbol, señala la entrada de la gruta.

Uniformes surcos se extendían por lo largo y lo ancho al pie de la colina. Unos angostos, otros más anchos. Entre ellos, altas hileras de un dorado espectacular ondeaban en la suave brisa del atardecer. Lili se paseaba entre ellos, acariciándolos con suavidad. Si era un sueño, prefería seguir soñando.

Esperanza – dijo en voz alta. Cerca de allí, las espigas se agitaron.

Ya voy, mamá.

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