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Morir a puño y letra. (Parte 1)


1

Lord Wentley Blander se levantó de su lecho y como de costumbre mucho antes del amanecer. Ya no encontraba descanso en el reposo y permanecer acostado se tornaba insoportable. La espaciosa recámara se había tornado gris, un velo cubría los colores de la sala, incluso también las sábanas y los intrincados tapetes. Una triste cualidad que había invadido por completo la habitación poco después de enviudar.

La fuerza de sus huesos era lo único que lo hacía parecer, todavía, un rey imponente y un hombre soberbio. Pero solo en la apariencia. Porque para quien dominara la percepción de leer el espíritu a través de los ojos, contemplaría un espíritu destruido revestido por un cascarón de viejas glorias.

Lord Wentley, otrora el último rey de Rocazur, se levantaba de su cama con el triste recuerdo de aquel día oscuro en que había terminado de perderlo todo. Cada vez que se incorporaba de su lecho, la memoria le atormentaba a revivir el día en que se arrodilló como rey y se levantó como lord. Lord Wentley Blander. Señor de la provincia de Rocazur. El título era benevolente al evitar nombrar "Ultimo rey arrodillado".

La luna brillaba en lo alto dominando aún el cielo abierto y coloreando de plata los contornos de las pocas nubes. Lord Wentley salió al balcón para recibir a las montañas que lo vieron nacer, crecer y debilitarse. Las únicas amigas que permanecían aún en el ocaso de su casa. El viento helado se coló al interior al abrir los enormes ventanales y el fuego del hogar todavía ardiendo convulsionó hasta extinguirse. El frío llegó al espacio vacío entre la camisa larga y su carne pálida pero pese al temblor que le provocaba permaneció de pie observando todo lo que quedaba de sus tierras. Aunque ya no era el señor sobre ellas, sino un custodio con permiso de gobernarlas. Una tarea humillante.

A lo lejos, el valle dejaba que la vista alcanzara a ver arribar los barcos pesqueros. Los pescadores habían luchado contra el sueño y la vigilia para conseguir la mejor pesca de la noche. Los muelles se verían frecuentados en pocas horas de gente buscando buenas piezas. Todo en una inconsciente paz. Sin embargo no siempre fue así. Los provincianos de Rocazur olvidaron los días en que los mares circundantes y sus islotes estaban infestados de piratas. Fueron tiempos violentos de guerras interminables que se llevaron los años de su padre. El gran rey Miriadom Blander II había luchado contra los piratas durante más de 40 años y murió antes de que aquella violencia terminase. El mismo había capitaneado su galera real bajo las órdenes de su padre cuando era un joven fuerte y valiente. Nadie parecía recordar que debían lealtad a los reyes de las montañas y no al invasor más allá de los cerros y sus cimas donde caía otra nieve. Los niños nacidos bajo los colores de oro y plata de las banderas imperiales ya no reconocían otra prima autoridad que aquella que rige desde el castillo Corona de Piedra el gran emperador Lars Guthron, el conquistador ante quien había hincado la rodilla y presentado su rendición. Pronto, cuando la vida se le escape del cuerpo y sea reemplazado por algún hombre fiel a Guthron, la historia de los Blander de Rocazur y su legado quedaría en el olvido. Su amarga existencia deseaba inútilmente que ese día nunca llegase.

No se había quedado, sin embargo, con los brazos cruzados todos estos años. El eximio emperador había tomado todo de él. La unificación del imperio se llevó a su mujer, su hijo heredero al trono y el poder sobre su reino. Se había llevado todo. Todo menos a él. En los primeros días de su vergonzosa existencia la humillación le desgarraba por dentro. A menudo soñaba con volver a ese instante en que le entregaba su espada al emperador en señal de rendición y en vez de entregársela por el pomo, se la hundía bajo la barbilla. Pero con el tiempo comprendió que perdonarle la vida fue el más grande error que cometió el emperador. Porque quizás ya no tenía un ejército para comandar y era peligrosamente cierto que sus ciudadanos no tenían las flamas de la rebelión en sus corazones pero las palabras del antiguo rey de Rocazur todavía vibraban con la misma fuerza de antaño y aún contaba con un resabio de la influencia que solía tener.

Y había esperado.

Había sido muy paciente.

Hoy las montañas le saludaron con gozo y el viento helado le abrazaba la desnudez con alegría, pues ellos, sus más fieles aliados, sabían que el día de la redención había llegado.

2

La goleta se sacudió cuando golpeó los pilotes de madera del muelle. Los mares del sur eran mucho más fieros que los del norte y ambos se alegraron al pisar tierra firme de una buena vez. Abandonaron la nave robada luego de extraer todo lo que tenga alguna utilidad. Vestidos como pescadores, no llamarían la atención y evitaron hablar con nadie porque el acento los delataría. Su contacto no se haría esperar pero tampoco los esperaría; así que abandonaron el muelle y se adentraron en la ciudad rumbo a la peletería indicada. Las calles de piedra eran anchas cerca del puerto y se angostaban a medida que se adentraban en la montaña y la marcada pendiente pronto le hizo doler los músculos de sus piernas flojas por el arduo viaje. Unos hilos de agua corrían producto del rocío congelado que se derretía bajo los primeros rayos. El sol del mediodía brillaba pero el aire era húmedo y frío y las prendas no les alcanzaban para calentar el cuerpo. Necesitarían más tarde guantes más gruesos. Los dedos helados no servían si se entumecían a la hora de necesitarlos.

Flecha Negra encontró a lo lejos el edificio a donde se dirigían. Las indicaciones del lugar eran pobres y las calles eran muchas para confundirse con facilidad. Pero el cartel con forma de pellejo que se balanceaba de las cadenas no mentía. Por suerte. El equipaje pesaba demasiado.

Los hermanos no solían viajar afuera. Existen para estos casos redes locales donde el Gremio mantiene, siempre en la medida de lo posible, miembros activos nativos del lugar pero el número de hermanos de Rocazur aunque curtidos y veteranos de muchos años, era pequeño según le habían señalado. La tarea que el Hermano Superior les había encomendado no estaba del todo revelada. Que haya enviado a sus dos mejores hermanos en esta empresa, ambos fuertes —sino únicos— candidatos a sucederlo, solo significaba que se trataba de algo de gran importancia. Filo Diestro llamó a la puerta. Se anunció sin que nadie le preguntara.

—Somos dos pescadores.

—¿Qué es lo que trae la marea? —preguntó una voz ronca de mujer al otro lado de la puerta de grueso algarrobo.

—Mis manos están vacías.

La puerta se abrió apenas y una anciana se asomó por la ranura. Tenía los cabellos grasosos pegados al cráneo y las cientos de marcadas arrugas del rostro no impedían que alguien se fijara primero en los bellos gruesos sobre los labios y su barbilla. Los ojos de la anciana los escudriñaron detenidamente antes de hacerlos pasar. Flecha negra pasó primero y Filo Diestro lo siguió después de cuidar que nadie afuera repare demasiado en ellos.

El olor a perro mojado volvía el aire casi irrespirable. Dentro del edificio un grupo de desdichados curtía el cuero y raspaban pieles con piedras y arena. La vieja, que cojeaba muy marcado en su andar los llevó hacia al fondo y entraron en una pequeña habitación con cuadernos y notas con cuentas. Señaló un robusto librero y los hermanos con algo de esfuerzo lo empujaron de lado. Una abertura angosta apenas más ancha que la distancia entre los hombros de una persona se reveló en medio de la pared de piedra. El pasaje escondido era una escalinata que se adentraba a oscuras hasta un portal tenuemente iluminado. Para sorpresa de ambos la anciana bajó con pasos ágiles delante de ellos. Catorce escalones más abajo se encontraron con un arco redondo de ladrillos que daba a la sala secreta de la peletería.

En Puerto Trinidad, el lugar de donde provenían, capital y lugar de máxima concentración de hermanos, existía una amplia red de túneles y pasajes subterráneos que comunicaban a los distintos refugios y puntos de acceso a la superficie. De hecho, toda la sede estaba construida bajo tierra entre ruinas de civilizaciones olvidadas y rocas excavadas. Se decía que el Gremio existía mucho antes de que se fundara la humilde aldea que fuera en un principio la majestuosa ciudad de Puerto Trinidad. Pero esos registros se hallaban perdidos u olvidados hace tanto tiempo que nadie que recordara aquella época permanecía entre los vivos. A diferencia de los amplios salones donde se reunían Filo Diestro y Flecha Negra con sus hermanos, este apenas era un sótano húmedo lleno de cajones apilados y un tablón en el centro que hacía de mesa.

—Pasen, siéntanse cómodos. Los estábamos esperando.

Tres hombres vestidos de colores oscuros estaban sentados sobre barriles. Una jarra aboyada llena de vino espeso era todo el banquete de bienvenida. El hombre que parecía de más edad habló primero una vez que se incorporaron a la mesa.

—Soy Hoja Rota. El encargado desde que nuestro Hermano Mayor murió. Ellos son Ojo Ciego y Dos Cuchillos. Esta mujer es nuestra colaboradora, la señora Blef.

—¿Se puede confiar en ella? —preguntó Filo Diestro.

—Por supuesto que sí. Confió en ella desde que me parió. Además es la única colaboradora. Con ella terminamos de contar a toda nuestra hermandad.

Ninguno de los recién llegados logró evitar la expresión de desconcierto en sus rostros. La hermandad en su ciudad estaba compuesta por un centenar de miembros activos sin contar los iniciados y una red de colaboradores casi del mismo número. Si tres hermanos lograban subsistir con un grupo tan diezmado, era porque robarían hasta la comida que llevaban a su mesa. En Puerto Trinidad recibían alimento en forma de pago por brindar seguridad o como permiso de pase a los barcos mercantes que buscaban amarrar. Una infraestructura así era imposible para solo tres hermanos que ni siquiera podían cumplir con la norma básica de moverse en parejas.

—¿Qué ha pasado con el resto? —apresuró Filo Diestro antes de que su hermano se presente—. ¿Desertaron?

—Murieron —respondió en seco—. Y la mayoría de viejos aunque parezca mentira. Los pocos hermanos que quedamos nos mantenemos fieles al Gremio pero parece que el Gremio nos ha olvidado. Ya habrá tiempo de ponernos a la corriente. Ahora debemos armar los preparativos para nuestra tarea porque no disponemos de mucho tiempo.

Bebió un gran sorbo de vino que sirvió para separar el tema de la conversación.

—¿Quién de ustedes es Flecha Negra? —preguntó entonces.

Filo Diestro no volvió a emitir palabra. Permaneció en silencio y ofendido en secreto. Que fuera su hermano el referente del equipo significaba que su nombre contaba con mayor estima y con la pregunta de Hoja Rota se sobreentendía que el Hermano Superior le encomendaba también el liderazgo. El tiempo que duró la conversación lo pasó pensando en la maniobra que le permita conseguir más votos en la pronta selección de líder, pues convertirse en el próximo Hermano Superior de su orden era su más grande ambición.

—Yo soy Flecha Negra y mi hermano junto a mí es Filo Diestro. Nos han dicho que nuestro objetivo es un aristócrata y que aquí nos contarían los detalles del contrato.

—Ojo Ciego. Muéstrales los planos.

Ojo Ciego era un tirador especializado. Los gruesos callos en la yema de sus dedos lo decían por él. Desplegó sobre la mesa un pergamino que sacó de entre sus ropas. El dibujo representaba el castillo Blander con sus torres y agujas vistas de arriba. Había gran detalle en el interior y las plantas superiores, detalles muy bien logrados con trazos modestos de carbón. Apoyó el dedo en la entrada principal y comenzó a explicar.

—Esta es la fortaleza de Lord Blander. Muros sólidos, muy altos y lisos. El contrato con nuestro cliente especifica con exactitud que nuestro objetivo se encontrará en el salón principal apartado de la multitud justo aquí, donde está marcado. Lo que requiere nuestro cliente, es asesinar al objetivo justo a la medianoche pero además con la condición de matarlo con una flecha en el corazón. El pago acordado fue muy generoso.

—¿Se puede saber cuánto?

—Mil coronas de oro más otras dos mil con el trabajo concluido. Muy tentador, ¿eh?

—Nuestro cliente está desesperado o muy forrado. ¿Qué se sabe de él?

—Poco en verdad —respondió con un dejo de vergüenza—. Hace ya mucho que nos vimos obligado a prescindir de los trabajos de inteligencia.

—¿Qué garantía tienen entonces que les pagará?

—Las mil coronas —dijo Hoja Rota apoyando una pesada bolsa sobre el tablón. El golpe se proyectó en vibraciones y el dulce ruido del oro sonó al desbordarse el contenido.

—Nosotros no estamos en condiciones de exigir garantías —explicó Hoja Rota, arqueando las cejas—. Nos estamos extinguiendo. Sabemos cómo trabajan allá en Puerto Trinidad; según las normas, pidiendo garantías y cenando todas las noches. En la hermandad de Rocazur las normas son un lujo que no nos podemos permitir. Así que este oro que está aquí es su pago: la tercera parte y por adelantado. El resto será nuestro, cuando hayamos asesinado al objetivo.

Los hermanos extranjeros se miraron mutuamente sin perder de vista el oro mucho tiempo. Mil coronas descontando la quinta parte que va a las arcas del gremio y dividido el resto entre los dos eran cuatrocientas coronas; la paga de cinco o seis años completos en un solo golpe. Una pequeña riqueza. Así que el acuerdo fue instantáneo y sin meditaciones.

—Bien. ¿Y cuál es el plan?

Dos Cuchillos era joven y de contextura pequeña. Se movía con soltura y uno podía adivinar que era explorador si prestaba atención en su manera rapaz de observar. Empezó a señalar en el mapa a medida que relataba los detalles del plan.

—En estos lugares suelen apostarse las guardias con sus ballestas —dijo clavando el índice en una estructuras alejadas del castillo—. Esta noche no será así porque Lord Blander organizó una gran reunión y las guardias recorrerán los muros en vez de apostarse fijo como de costumbre. Hay que aprovechar el momento oportuno y atravesarlos. Hoy se cumpliría trigésimo aniversario de matrimonio con su mujer muerta, rara excusa, es cierto, pero la señora Blef lo confirmó la semana pasada.

La vieja tan presente como una de ellos asintió sorbiendo los mocos.

—He interceptado algunos correos con las invitaciones —prosiguió—, y por lo que se puede ver toda la nobleza está invitada, aún aquellos que no simpatizan con la vieja línea sucesora.

Puso en la mesa un sobre abierto del color de la madera y sacó de su interior una hoja de papel más pequeña manuscrita con una cuidada y prolija caligrafía.

—Esta era la invitación al barón de Peñas Grises —señaló Dos Cuchillos sonriendo—. El señor Fonwill no es muy reconocido entre los aristócratas así que uno de nosotros ocupará su lugar y se colará dentro.

—El barón no tiene gran riqueza –añadió Hoja Rota a la explicación de su hermano—. Es viejo para el largo viaje entre las montañas. No sería de extrañar que enviara a su hijo en representación. Con las ropas que confeccionaron arriba y un poco de oro encima, haremos un perfecto disfraz. Uno de ustedes será el hijo del barón Fonwill.

—No se puede disparar entre tanta gente sin llamar la atención —advirtió Flecha Negra—. ¿Cuál es la idea?

—Aquel que se haga pasar por el hijo del barón tendrá que crear una distracción para atraiga la mirada de los invitados —indicó Ojo Ciego, apoyando el índice—, y tiene que hacerlo justo aquí. Porque quien dispare estará asomado desde una abertura que hay en el techo del otro lado del recinto. Sobre la cúpula hay un cimborrio octogonal que se accede por una cornisa que rodea los muros Hay una abertura allí. Yo guiaré al tirador. Nos pondremos de acuerdo y le cubriré la espalda.

Hoja Rota se puso de pie satisfecho con la planificación. Estaba contento de trabajar por fin en una misión digna de un hermano y no disimulaba su entusiasmo.

—Muy bien nosotros nos encargaremos de los guardias de los muros y les limpiaremos el camino desde los techos —dijo Hoja Rota refiriéndose a sí mismo y al hermano Dos Cuchillos—. Tu rostro no es tan feo y si te miramos con buenos ojos serás todo un noble esta noche —le dijo a Flecha Negra y le palmeó sobre los hombros con bruta fuerza desmedida

3

Wentley se frotaba la piel con pétalos de jazmines. El agua, apenas tibia, le relajaba en cuerpo y mente. En pocas horas llegarían los primeros invitados y debía prepararse. Un sirviente le alcanzó la ropa elegante que exigió vestir. Una vez seco y perfumado, ordenó al sirviente que lo vista y peine su cabello y barba. Repetidamente le preguntaba si estaba seguro con cada prenda que le vestía y cuando Wentley se hartó de su molesta duda lo echó del lugar. Era muy consciente de que el atuendo no era apropiado para bailar pero no era eso justamente lo que tenía en mente

Llegó entonces su secretario apoyado en su bastón. Amilcar fue en el pasado su más grande general. Hoy era, además, quizás el único hombre en quien podía confiar. Había luchado en nombre del rey muchos años en cientos de batallas hasta que un hacha le rebanó la rodilla y lo dejó fuera de los campos de batalla. No obstante su lealtad seguía tan férrea como entonces. Le dirigió una amplia sonrisa a su señor. Bajo unos bigotes poblados y desprolijos escondía unos dientes blancos muy grandes

—Sigue así y te quedarás sin sirvientes.

—Mejor. Me agota solo hablarles.

—Wentley, amigo, necesito que reconsideres tus planes. Realmente temo lo peor.

—Dime, Amilcar. ¿Temes a la muerte?

—Eso depende de la muerte. Nunca tuve miedo de morir por una espada. Pero esto… esto es traición.

—Entiendo tu encrucijada. Te has vuelto un traidor sea cual sea tu opinión y ya no depende de ti. Pero iremos hasta el final.

—Siempre puedo renunciar a mí deber acusando un terrible dolor en mi pierna.

—Acabo de echar a patadas al último sirviente. No me hagas hacerte lo mismo, tullido estúpido.

Amilcar y Wentley habían sangrado juntos desde muy jóvenes. El Primer Oficial de su nave y capitán de su ejército había cultivado su confianza a través de las batallas y su acero más de una vez le salvó la vida. Era valiente, osado y su mayor virtud era la sinceridad. Algo poco común en los entornos lamebotas donde se relaciona un rey. Las formalidades distantes se volvieron imposibles de sostener cuando Wentley asumió a la corona. Y aunque jamás lo trató como su rey, era un amigo impoluto. Cosa que a menudo era un problema.

—¿Eres consciente que hay una gran probabilidad que todo tu sacrificio sea en vano? —le cuestionó Amilcar.

—Cualquier posibilidad, por más ridícula que sea, traerá más esperanza que el destino de perdición que nos espera a todos.

—Por favor Wentley, este no es el modo.

—Soy el rey. Yo digo cual es el modo.

Amilcar se dejó caer con aplomo en un banco de piedra. Con tono sombrío añadió:

—...eres mi señor... Todavía puedo denunciar lo que piensas hacer.

Los ojos de Wentley chispearon con rabia. Ninguna otra persona podía decir tales cosas y mantener la cabeza unida al cuerpo. Amilcar solía cruzar la línea de lo permitido pero en esta ocasión no pasaría por alto esa clase de abuso No hoy: eran momentos muy delicados. No tuvo el valor de levantarle la mano, pero le arrancó el bastón de entre las manos y lo quebró por la mitad para arrojarlo bien lejos.

—¡Amilcar! —Le apuntó con huesudo dedo índice—. Vas a hacer lo que te ordené. O te juro que te cortaré la cabeza yo mismo y la podré de adorno en mi mesan esta misma noche.

Amilcar lo miró bajo unos párpados cansados. El secretario lo hubiera seguido en la muerte con la misma convicción que lo siguió en la vida. Y ahora se encontraba contrariado por su amistad y su deber. Finalmente habló desde su banco.

—Wentley Blander... Juré lealtad a tu corona aún en la derrota. Eso jamás será distinto. De todas formas mi cuello ya espera la espada así que haremos lo que planeas por más estúpido que me parezca porque eso hacemos los amigos. Pero como me vuelvas a amenazar así te juro que patearé tu culo rebelde hasta que Lars Guthron venga hasta aquí a lomo de mula y nos cuelgue a los dos.

4

Al baile habían llegado personajes ilustres —y otros no tanto— para hacer acto de presencia y galantería. En los amplios jardines y bosques afuera del palacio se establecían las caravanas de los invitados. Entre las tiendas también se repartía cerveza y cincuenta cerdos se asarían en los fuegos. La fiesta de los siervos era también una atracción. Pero todos los nobles se apiñaban en la gran reja donde se presentaban para hacer su entrada al salón del palacio. Así, en medio de los invitados llegaba el hijo del barón Fonwill en representación de su padre que no podía viajar por culpa de la gota que hacía sufrir su rodilla.

Dejó su capa de piel de marta a un criado y fingió elegancia para andar desapercibido entre la alta alcurnia de la provincia. Flecha Negra tenía memorizado el plan a la perfección. Trató de evitar el contacto con otros invitados pero saludó a unos pocos para no parecer un extraño. Y mientras se paseó por el lugar jamás dejaba de buscar el modo de crear la distracción para momento indicado. Así que no perdió de vista el lugar donde debería encontrase el objetivo justo a la medianoche. Estudió el complejo y encontró que el salón tenía tres niveles apenas separados por un escalón. En cada estrato estaban ubicados, muy estructuradamente, los invitados según su importancia política. La escalinata de tres peldaños corría en semicírculo en torno a una tarima de mármol moteado en el fondo donde se encontraba el trono de Lord Blander todavía vacío. El lugar donde Ojo Ciego había señalado en el mapa era una zona apartada de toda actividad relativamente cerca del trono. Un orador importante sería quien muera frente a las narices del señor de Rocazur en la última campanada que marque las doce. La condición austera del hijo del barón de Peñas Grises lo ubicaba en la plataforma más alejada de la gran "X" pero era un buen lugar para la distracción. La abertura en el techo abovedado del otro lado del salón daba al tirador una perfecta visión sin obstáculos pero era él quien debería generar una ventana de pocos segundos para que su hermano sea totalmente invisible. Filo Diestro no fallaría su disparo mortal desde ese punto.

Flecha Negra estaba ideando el proceder en una escena mental cuando una bella jovencita se acercó a saludarlo luciendo una larga cabellera trenzada. Parecía conocer al hijo del barón de la época en que eran críos. Dejó que ella hablara y se enteró que no se veían desde entonces. Un hecho muy fortuito.

—¡Pero mira que buen mozo te has puesto!

Puso toda su elocuencia en práctica para mantener una conversación interesante evitando dar detalles de anécdotas pasadas que nunca vivió. La joven, una señorita muy bonita, le ponía a la corriente sobre los recientes sucesos: que se había comprometido con el hijo del alcalde de una isla y pronto contraerían matrimonio, que los campos de su padre se echaron a perder por la helada, que su hermano ahora era el principal importador de sal y especias y otras cosas que Flecha Negra fingió importarle. El gran busto de la señorita estaba apretado en su vestido y el escote revelaba mucha piel. Cuando se apareció ante ellos el prometido, un hombre alto, robusto y con cara de pocos amigos, coherente con las apariencias, el hijo del alcalde tiró de la mano de la muchacha y la alejó de él de un modo muy descortés no sin antes dedicarle una furibunda mirada de advertencia. Además de tantas bonitas cualidades, el hombretón aquel era sumamente celoso. Flecha Negra no pudo dejar de sonreír al verlos alejarse entre los invitados porque, sin querer, había encontrado la distracción perfecta.

5

Filo Diestro se escondió detrás de una saliente. Confiaba plenamente que su ocasional hermano Ojo Ciego se encontrase en posición. Escondido en un patio interno esperaba el momento exacto en que la patrulla pase de largo y eventualmente quede a sus espaldas. Tal como había sido advertido, eran tres los guardias armados que caminaban aburridos por los patios vigilando el palacio. La inactividad los había hecho perezosos y cuando pasaron a su lado, no advirtieron a Filo Diestro escondido a la sombra de una columna. Empuñando una daga en cada mano fue corriendo a su encuentro sin que sus pasos emitieran un solo ruido. Eligió a los dos guardias que estaban más cerca y cuando los tuvo encima hundió con certera precisión las hojas en las gargantas desgarrando la carne y dando muerte al instante. Rápido y silencioso. El tercero cayó con los otros dos justo en el mismo momento con el cráneo atravesado por una flecha. Ojo Ciego cumplía con su parte.

La sombra de Ojo Ciego saltando por los tejados se proyectó sobre el piso de lajas. Saltaba con gracia las enormes distancias entre techo y techo cubriéndolo de posibles peligros. A su vez, Ojo Ciego confiaba su espalda a Hoja Rota y Dos Cuchillos que liberarían los muros exteriores de cualquier vigilante. Los últimos hermanos de Rocazur se desenvolvían con perfecta sincronía. Y los tres supieron adaptarse al modo de Filo Diestro. Mientras los hermanos preferían una técnica de golpear y huir (muy apropiada, pues solo quedaban tres de ellos para arriesgarse demasiado), él dispuso una estrategia de avance y constante resguardo. Siguió adelante y se adentró por un balcón a un pasillo que conectaba las muchas bibliotecas y salones de estudio. Según el mapa de Ojo Ciego, al fondo se abría otro patio más pequeño, apenas un pulmón de ventilación al que solo recurrían los sirvientes. En el reducido espacio se encontraba un casillero de madera. Ojo Ciego le había dicho que adentro estaban sujetas las muchas cadenas que abrían y cerraban las muchas ventanas de los salones principales. En el resguardo del solitario pasillo esperó a que su hermano llegue a su posición. Ojo Ciego se encontraba muy arriba suyo. Apenas asomado, reconoció la oscura silueta del hombre que se aferraba a las cornisas. Lo vio llegar al pie de la cúpula y un instante después lo perdió de vista. Entonces saltó por la ventana y llegó al patio junto al casillero.

6

Lord Wentley se hacía esperar mientras los invitados conversaban entre sí. Una orquesta conformada por los mejores músicos de la provincia comenzó a interpretar una cálida melodía. La agradable música resonaba hasta en la recámara de Wentley quien acababa de vestirse. Uno de los criados le había cubierto con una túnica de fino hilo tan rojo como la sangre con diseños dorados que representaban hojas de lenga. Los botones eran de oro y del mismo metal era también la hebilla del ancho cinturón. Las botas recién brilladas estaban forradas de piel de nutria. Elegante pero sin demasiada vanidad. Su vestidor había aconsejado añadir una capa de piel de conejo para resaltar su majestuosidad pero descartó el aporte. Una vez preparado despidió a todos los criados y mandó a buscar a su secretario.

Amilcar llegó con su acostumbrada cojera y un bastón nuevo de nogal rematado con bronce. Con el brazo que no asía el bastón, envolvía un cofre cerrado con llave. El secretario dejó su carga sobre el baúl a los pies de la enorme cama y resopló ruidosamente con la vista fija en el suelo. Se sentó al lado de cofre y ambos guardaron silencio un largo tiempo. Ninguno emitía palabra y la música de la orquesta que se escuchaba a lo lejos no disminuía la incomodidad de los hombres que, callados, expresaban mutuo descontento. La mano cansada de su viejo amigo alcanzó la llave que escondía en una fina cadena debajo de sus prendas en torno a su cuello. Con mucha parsimonia la introdujo en el ojo de la cerradura y el sutil sonido metálico duró una inquietante eternidad. Finalmente levantó la tapa del cofre y sobre un cojín de verde terciopelo descansaba pulido y reluciente el coronado yelmo de guerra del rey Wentley Blander. Amilcar suspiró y una sombra cubrió su rostro; pero Wentley se elevó —así le pareció a su fiel secretario— y su figura se volvió soberbia e imponente como en antaño. Porque aquel yelmo, herencia de reyes que se remontaban desde el día que se comenzó a contar los años, le había sido prohibido usar luego de su rendición. Un veto que hoy quebraría para que nuevamente un rey se levante en Rocazur. El emperador no permitiría que una nueva corona surja en sus dominios, pero esta era una corona de guerra. Una corona forjada para la batalla.

—Espero que no tengamos que lamentar este día —argumentó únicamente Amilcar.

Con un renovado espíritu caminó a largos trancos hasta el salón de fiestas. Su impedido secretario hizo lo posible pero se quedó muy atrás poco después de abandonar la recámara. Alguien le avisó a la orquesta que su lord estaba a punto de cruzar el arco de entrada y al pisar el umbral del salón sonaron las trompetas que marcaban su presencia. Los cientos de presentes se inclinaron para recibirlo sin notar al secretario que depositó el cofre en un púlpito elevado cerca del trono. Levantó la palma de la mano y la reverencia de los invitados finalizó. El director de la orquesta dio una orden a sus músicos y estos comenzaron a tocar las piezas de baile. Muchos empezaron a danzar pero sin mezclarse entre los que estaban en diferentes escalones. Otros, se acercaron a las mesas a devorar los refinados manjares que los súbditos servían en bandejas de plata. Wentley se sentó en su trono y esperó pacientemente. La paciencia era una virtud que había forjado de manera obligada pero que nunca sería tan satisfactoria como hoy.

7

Una de las cadenas se agitó. Esa era la indicada y tiró de ella con fuerza. La cadena cedió hasta el punto límite y la ajustó de nuevo en el gancho que la sostenía tensa. Ojo Ciego, ya arriba del domo, había dado con el rejón de la ventilación y sacudió una de sus placas para señalar que cadena controlaba su posición. Filo Diestro al reconocerla abrió las placas desde abajo y ahora tenían acceso al interior de la cúpula. Ahora le tocaba subir hasta él. Las cornisas y el conjunto de ventanas que Ojo Ciego le había indicado estaban lo bastante juntas como para asirse, trepar y columpiarse, pero no le había advertido que algunos bordes estaban tan erosionados por la lluvia que tendría que hacer la mejor escalada de su vida si no quería caer y romperse la espalda. Para dificultar las cosas, el cielo encapotado empezó a llover. Al principio las gotas aisladas no fueron un impedimento, pero cuando se tornó una precipitación constante y cerrada, mirar hacia arriba era imposible. Tuvo que detenerse dos veces para estudiar su próximo salto. Para cuando llegó arriba la ropa mojada le pesaba y los músculos le ardían horrores. Nunca se había alegrado tanto de encontrarse con un rostro tan poco agraciado como el de Ojo Ciego que le tendió la mano para ayudarlo en el último esfuerzo.

—Apostaría que los dioses no querían que subas —le dijo—. Esta lluvia endemoniada es muy poco común en ésta época. Pero si continúa así, al menos será más fácil escapar sin que nos vean.

Avanzaron con cuidado de no resbalar en las tejas mojadas y cuando llegaron a la imponente cúpula avistaron la escalerilla que corría paralela a su curvatura. Ojo Ciego fue primero. Le guió hasta el pasadizo y se refugiaron de la violenta lluvia. El túnel cuadrado era lo suficientemente espacioso para andar agachado sin necesidad de reptar sobre el vientre y una marcada pendiente hacia arriba impedía que la lluvia se escurriera dentro. El extremo final del túnel sólo se vio cuando llegaron lo bastante cerca de interior de la cúpula como para vislumbrar la iluminación del salón entre las tinieblas que acompañaron el recorrido. Ambos se asomaron al vacío para revisar que todo se encuentre en el lugar en que suponían que se encuentre. Reconocieron a Lord Wently fácilmente. Ubicaron con la vista el lugar donde se encontraría el objetivo justo a la última campanada de la medianoche. Era una zona despejada delante y a la izquierda del trono. Nadie pasaba por allí ahora. Pronto su objetivo se revelaría. Filo Diestro también buscó a su hermano que fingía ser el hijo del barón, pero no lo encontró.

—¿Tienes todo lo necesario? —le preguntó Ojo Ciego.

Sacó de la aljaba una flecha con penacho de pluma de cuervo confeccionada para la ocasión. Una flecha negra, precisa y letal.

Ojo Ciego le hizo un gesto de aprobación y se alejó en cuclillas hasta la boca de la entrada del pasaje. Desde allí mantendría la posición hasta el momento de huir. Se podía reconocer que Ojo Ciego era un excelente arquero. La deformación de los dedos, la diferencia de tamaño de sus ojos y su excelente vista le hacían un tirador excelente. Pero para esta tarea habían elegido al mejor de todos. Era sabido por todos los hermanos del gremio que Filo Diestro dominaba el arco corto con una destreza inigualable. Conservaba desde hace siete años la marca de once blancos móviles en un minuto. Además había creado una técnica que permitía disparar dos flechas con la misma precisión que un disparo simple. Y si eso no bastaba, también era muy ágil en el combate cuerpo a cuerpo y poseía una virtud especial para liderar y manipular voluntades. Hubo más de un trabajo que llevó a cabo sin una sola muerte y esos suelen ser la clase de cometidos más trascendentes. Un trabajo excelente es aquel que se logra sin intervenir directamente haciendo que la propia víctima tome la decisión que el cliente espera.

El trabajo por el que sentía más orgullo era uno en particular: el contrato del terrateniente Gilbrad de Ker. El cliente había recibido una donación a nombre de su adinerado deudor sin saber éste último lo que pagaba ni a quién con certeza absoluta. Lo único que le costó a Filo Diestro fue una botella de vino y una tarde lluviosa dentro de una taberna sin nombre en los muelles de Puerto Trinidad.

Filo Diestro no había nacido para obedecer. Era muy bueno en lo suyo —sino el mejor— pero su ambición era grande y algo desmesurada. Ya se había hecho de un nombre dentro del gremio y contaba con una buena cantidad de votos para la próxima elección de Hermano Superior. Pero claro, también estaba Flecha Negra que tenía más experiencia que él y había dirigido a otros hermanos en el pasado. Y quedaba claro que al ser el referente en esta misión, Flecha Negra tenía el favor del Hermano Superior. Lo cierto era que además de tener un desempeño sorprendente, Flecha Negra fue tutor de muchos hermanos, que hoy gozaban de muy buena reputación.

Solo. Esperando la campanada que le señale el momento exacto, se hundió en sus pensamientos abstrayéndose de la lluvia, el tiempo y todo lo que acontecía.

(continúa)

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