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La última prueba del chamán


Un manto rojo, de inacabable marchitez, lo cubría todo. La tierra, las duras hierbas, el polvo que arrastra el aire. De rojo eran también los diferentes estratos de aquellas colosales mesetas que, carcomidas y suavizadas por el viento, se alzaban sobre el terreno, como inmemoriales pilares de los cielos. Bajo el sol abrasador tentaban los fantasmales arroyos y lagunas que evaporaban al aproximase. Era ésta una tierra muerta, diría cualquiera. Un interminable desierto seco y estéril. Pero los yermos en realidad rebosan de vida para quien tenga la paciencia de observar. Él podía distinguir el silbido de las bífidas yakuus enroscadas a las sombras de las zarzas, los bog–bogs arrastrándose a sus madrigueras subterráneas o a los halcones acechando desde las alturas. De hecho, la multitud de semillas de foikee que flotaban blancas y ligeras en el aire, como copos de nieve en un día de invierno, era también una manifestación de Payenna, el gran espíritu del mundo que no dejaba ningún rincón de su dominio sin velar. Que los oncarios no pudieran vivir aquí, no significa de ningún modo que su aliento de vida no habite en los yermos rojos.

Las pezuñas del manshum levantaban nubes de polvo que se le adhería en el pelaje lanudo. A él, el polvo le había tomado hasta la cintura. Pero lo notaba además en el rostro, dentro de las narices, en las comisuras de los labios y en los ojos. Ninguno de los dos, ni hombre ni bestia, habían pasado tanto tiempo sin agua. Kümey resistiría un poco más, obteniendo toda el agua que pudiera de las raíces que encontraba al escarbar con los cuernos. Pero de raíces no pueden beber los hombres. Si no encontraban agua pronto, moriría. Y lo que era peor aún: morirían todos.

Los más bravos guerreros entre los oncarios habían partido a combatir a los despiadados pálidos; a esos voraces depredadores de territorios que parecían no saciarse jamás de la conquista. Solos los oncarios mantenían el frente. Los demás clanes habían huido o fueron exterminados. Si los oncarios caían, el enemigo andaría a sus anchas por los ancestrales dominios de los hijos de Payenna para talar, quemar y corromper como era tal su perversa costumbre. Pero para eso, debían asesinar hasta el último de una casta de guerreros dispuestos a morir con las manos aferradas a las armas. Pues los maestros de la guerra enseñan que morir en batalla supone una gloria y un honor superiores aún al de vencer y sobrevivir. Así lo dicta el código de los guerreros oncarios.

Kunaiewe era fuerte. Era enérgico y estaba en la cúspide de juventud, altura y belleza. Hubiera abandonado su lugar de noble, si las leyes se lo hubieran permitido, con tal de formar parte de la noble tradición guerrera del clan. Pero su destino le reservaba un camino muy distinto. No sería la lanza su arma. Ni el hacha, ni el arco. Estas armas no tienen parte en el mundo de los espíritus.

Entre los oncarios se cuenta que el corazón de los niños al nacer es tierno y blando. Es el reflejo de la virtud y la inocencia. Los golpes que el niño recibe quedan marcados, grabados. Estas improntas lo moldean, lo endurecen y lo vuelven más sólido con los años y he aquí la esencia del aprendizaje: ningún corazón debe llegar a la vejez sin marca o golpe; significa que no ha sufrido y por lo tanto, no ha madurado.

Las marcas en el corazón de Kunaiewe eran todavía suaves. Salvo una muy profunda. Una herida que sangrará muchos años. Algún día olvidará el rostro suave de Kimilê. Algún día olvidaría sus besos. Sus caricias. Algún día olvidará las lágrimas de su amada el día que el gran guerrero Huique Nemum la tomó por esposa. Algún día olvidará sus propias lágrimas mientras presenciaba la ceremonia del matrimonio.

Algún día la olvidará. Ese día su corazón se endurecerá y el dolor lo hará más sabio. Más fuerte.

Cuando el sol estaba a punto de caer por las puertas de la noche, saltó de la grupa de Kümey y lo dejó pasear libremente mientras preparaba el fuego. En los yermos las noches son heladas y sin fuego, tan debilitados como estaban, no conseguirían sobrevivir hasta el amanecer. Aunque en estos páramos desnudos no había árbol alguno, abundan las zarzas marchitas y walengs que se cocieron al sol. Además si había algo que nunca faltó en el largo viaje fueron las heces de Kümey. Por lo que al oncario nunca le faltó el valioso fuego. Luego de comer un trozo de resina, Kunaiewe realizó el sagrado ritual de la danza. Los pasos rítmicos le permitieron viajar a la moradas de sus ancestros. Su canto, les imploraba ayuda en esta mala época. Cuando la danza terminó, se arrastró agotado dentro del saco y se durmió al instante.

Al día siguiente, antes de proseguir el viaje, tomó un puñado de polvillo del suelo y lo aventó en el aire, conjurando bendiciones para el camino. El polvillo se deslizó en el aire en forma de volutas, como una gota de sangre en un estanque claro, antes de desaparecer. El último chamán de los oncarios, sabía que cada aspecto de la vida y de la muerte estaba ligado a la voluntad de los espíritus que rigen este plano y el superior. Su padre, Huim–anatupei, gran chamán entre los chamanes, le había enseñado el nombre onírico de todas las cosas. Le enseñó también que las bestias y plantas eran sus hermanos y hermanas en Payenna.

Pero versar el lenguaje espiritual que encadena las almas de los elementos a la voluntad de un chamán requiere una preparación que muy pocos resisten. Cien soles de ayuno. Con sus cien lunas de meditación. Atravesar los mundos feéricos al que se acceden bebiendo la pulpa del natem y conservar la cordura durante todo el recorrido. Kunaiewe había superado esas pruebas. Los símbolos grabados en su rostro lo decían por él. Su última prueba era sin embargo, la más ardua, la más peligrosa. Pues ni aún el más sabio ni el mejor preparado tiene garantías de éxito.

En la prueba última, cada chamán debe ofrecerse en cuerpo y alma a un guardián elemental con quien se fundirá para volverse uno. Sólo entonces el chamán alcanza el grado espiritual necesario para practicar la adivinación, la sanación, conversar con los espíritus o apaciguar temporales.

El polvillo rojo lanzado al viento se había dispersado en forma de efímeros remolinos. Pero en su lengua inmaterial, advertía a Kunaiewe que el Valle de la eterna esperanza estaba muy cerca.

Luego de explorar con detenimiento el cauce de un río seco, se aproximó a un recodo cercano, se tumbó de rodillas y oró a las ondinas para que sean generosas. Oró un largo rato, en ese tono de voz murmurado, como un sonido único vibrante. Abruptamente cesaron sus oraciones y rompió en carcajadas. Hombre y bestia comenzaron a cavar la tierra dura y seca. Un palmo por debajo de la superficie, la tierra se mostró más oscura y compacta. Dos palmos bajo tierra, estaba fresca, casi helada. A los tres palmos estaba húmeda. Segundo después tropezaron con un charco de agua. Al principio era un fango amargo pero siguió cavando hasta que formó un pozo claro y transparente del que ambos bebieron hasta saciarse. Las ondinas les habían salvado. Así que antes de continuar el viaje, Kunaiewe llenó los pellejos y procuró sepultar nuevamente el pozo para devolverles su valiosa agua. Payenna los bendijo dos veces ese día, porque cuando comenzaba a oscurecer, observaron al sol, su único guía, desaparecer muy por encima del horizonte: las Montañas humeantes por fin se recortaban en el filo del horizonte.

Dos días de marcha transcurrieron hasta que alcanzaron finalmente el paso entre las montañas. Atrás quedaron la nevada de semillas blancas de los foikee y los pilares de los cielos cuando el Paso de las nubes se abrió por fin ante ellos. Lleva su nombre por ser un angosto y alto acantilado por donde las nubes más bajas atravesaban el cordón con presteza.

El Paso de las nubes tiene una vieja historia en la tradición oncaria. Cuentan que en este paso Sandaa y Uindo siempre están trabados en permanente lucha. Sandaa, el espíritu elemental de la tormenta, señor de los rayos y relámpagos, quien mora en las Montañas humeantes, siempre está colérico. Su gemelo Uindo, señor de los cielos y portavoz de Payenna, es el espíritu elemental del viento y quien toma al mundo entero por morada. Los hermanos luchan por reclamar estas montañas cada uno para sí. De este modo explican los oncarios que en el Paso de las nubes, las nubes se deslizan por el acantilado hacia el oeste mientras el viento sopla en el mismo acantilado hacia el este.

Tras el Paso de las nubes, se encuentra el Valle de la eterna esperanza. Kunaiewe conocía este lugar sólo por el nombre. Cierto era que había estado ya en el yermo rojo años atrás cuando pasó esos largos días meditando para canalizar su espíritu con los ecos de Payenna. Cierto era también que conocía las Montañas humeantes por los relatos de su padre en las noches que el clan oncario se sentaba a escucharlo. “Los colmillos de la tierra que intentan engullir a las estrellas” separan el este del oeste. Las cimas por siempre blancas de las Montañas humeantes soplan sus propias nubes. Pero del Valle de la eterna esperanza, poco y nada se conoce. Pues no vivía ya el último oncario que hubiese visitado tan lejano paraje.

Cuando el paso de abrió ante sus ojos, dio lugar a una extensa cuenca, a un valle rodeado por las altas paredes montañosas. Las nubes se amontonaban en él como el agua en el fondo de una vasija. Descendieron por un angosto desfiladero por el que Kümey apenas cabía. Kunaiewe tuvo que desmontar y llevar de las riendas a su compañero. Cuánto más se acercaba al fondo del aislado valle, más sentido cobraba su nombre: el Valle de la eterna esperanza era más seco y marchito que el yermo mismo. En el aire se suspendían oscuras nubes henchidas de agua, pero aquí, por capricho de Sandaa, jamás llovía. Y ningún río fluía hacia el interior. Sandaa es muy celoso con sus dominios y ningún otro espíritu era recibido aquí.

Rara vez se necesitó de Sandaa en la historia del clan. Es un espíritu fuerte, pero violento y errático, como son las tormentas. Bondades podían esperarse de Yevan, guardián elemental de todas las hierbas. Clemencia de Uindo o Nevya, espíritu portador de los fríos del invierno. Pero de Sandaa ni bondad ni clemencia. Las tormentas sólo traen destrucción y caos. Por costumbre, sus efectos deshacen aquellos trabajos que otros espíritus realizan. Como arruinar una cosecha entera. Destruir un pueblo o espantar a los animales que los clanes cazan para vivir. Pero ningún eco de Payenna es intrínsecamente malvado. La naturaleza de Sandaa es el equilibrio, es aquello viejo que muere para que lo nuevo resurja. Sandaa otorgaría a los oncarios el poder y la fortaleza para repeler a los pálidos.

Kümey resbaló. Un enorme pedrusco desprendido de la orilla del camino se hundió hacía el vacío. Un silencioso momento después, el tronido de las rocas al estallar hizo eco por todo el valle. El lanudo compañero lo miró detenidamente, con esos ojos negros y tristes que pueden decir mucho más que palabras. El manshum no podía seguirle más. El camino no lo aguantaría. Kunaiewe le acarició su nariz. Juntos, había compartido un largo viaje. Separarse significaba algo más soledad. Significaba el abandono mismo. La ausencia.

Los chamanes deben vivir una vida solitaria; para conversar con los espíritus es necesario elegir la comunión con los seres elementales por encima de los vínculos de la carne. Kimilê lo entendió. Y Kunaiewe hubiera querido hacerlo.

Ahora, con una nueva mella en su corazón, comprendió que su único y último compañero debía quedarse atrás. El joven apoyó su frente contra el suave espacio entre los ojos del manshum. Fue una despedida triste. La bestia emitió un apagado ronquido. Retrocedió dando media vuelta y lentamente avanzó en dirección al paso, de regreso.

El mundo a su alrededor, había perdido algo de su brillo. Un velo gris se dibujó en el contorno de todas las cosas. Así sintió Kunaiewe cuando tomó conciencia de su amarga soledad.

Una vez que alcanzó el pie del desfiladero y se internó en el vedado valle, las nubes comenzaron a girar primero lentamente en torno a la aparición de un vórtice luminoso en el cielo. A medida que los pasos de Kunaiewe le guiaban al centro de la explanada, el viento soplaba más y más fuerte hasta convertirse en una tormenta huracanada. La grava suelta volaba con tanto arrebato que le escocía la piel aún a través la camisa de cuero. Resonó de pronto un trueno que retumbó dolorosamente en sus oídos.

– ¡Aquí me tienes, Sandaa! – recitó el joven chamán en el idioma de los espíritus – Un servidor fiel en su entrega que puedes tomar como huésped.

Dos fugaces luminiscencias estallaron en lo alto. El cielo entero le ordenaba que saliera ya mismo de allí. Pero Kunaiewe estaba decidido a no faltar a su promesa. Era la única oportunidad de los oncarios de sobrevivir a la brutal cruzada de los pálidos.

Aquel joven cuyo destino era convertirse en chamán, o quizás morir intentando, miró a lo alto con es virtuoso denuedo de los oncarios. Pocas cosas cargaba encima. Ni agua ni alimento le servirían más allá de la muerte. Tampoco el cuchillo de caza. Las únicas cosas que conservaba era la vara emplumada, tejida con plumas de halcones y el sagrado tótem familiar. Desafiante, hundió como una estaca en la tierra el tótem, tallado a partir del peral sagrado, y comenzó a danzar a la desatada furia de la tormenta. Su canto no provenía de la garganta porque ninguna voz puede oírse en el corazón del huracán. Era su alma quien cantaba; un canto capaz de cruzar distancias inabarcables, vencer al mismísimo tiempo y unir a seres amados. A los que viven. A quienes murieron. A quienes aún no nacen y su esencia no es más que un recuerdo hacia un futuro todavía no narrado.

El viento empeoró. La grava suelta le cortó la piel. La sangre fluyó libre y diminutas gotitas rociaron el aire. Pero no dejó de danzar. Ni por un momento. Ni cuando un rayo cayó peligrosamente cerca, levantando el suelo. Continuó danzando. Cuando el viento le arrancó las ropas haciéndolas trizas, Kunaiewe continuó danzando. Trastabilló una vez. Dos veces. Diez veces. Pero se levantó en cada una. Y siguió danzando. Y Sandaa, irascible con quienes no se doblegan, desató su más poderoso rayo que lanzó contra el tótem de peral sagrado. El amuleto espiritual del chamán estalló en cientos de astillas. El suelo bajo sus pies se agrietó y la furia de Sandaa dejó un gran hoyo en la tierra. Kunaiewe salió despedido con la fuerza de una manda de manshums. Y su danza cesó. El canto expiró en un grito doliente.

Cuando Kunaiewe regresó en sí, todavía una columna de humo ascendía desde el agujero en la tierra. La noche se cernía en la explanada. Pero en el Valle de la eterna esperanza, la tormenta perpetua se había detenido. Sandaa se había marchado.

No sin esfuerzo, el joven chamán se incorporó. Notó el sabor de la sangre en la boca. Le ardía su piel lacerada y los huesos, destrozados. A poca distancia la vara emplumada yacía partida en dos, con las plumas chamuscadas. Había fallado. No existía ya ninguna oportunidad para los oncarios. Su pueblo, sin guardián elemental que los proteja, pronto caerá en las garras de los enemigos. Kunaiewe no pudo sino llorar una pena amarga por la ruina y la muerte que les deparaba a los pueblos libres de Payenna.

Al recuperar las fuerzas suficientes, el joven oncario deshizo el camino que sus pies con anterioridad habían trazado. Necesitó sostenerse de la pared para trepar el desfiladero hasta el Paso de las nubes y el temor se apoderó de él cuando no encontró a nadie ahí, esperando en el acantilado. ¿Podría Kümey haberlo abandonado y regresar a sus verdes tierras? ¿O fue quizás presa de las bestias que rondan estos agrestes pedregales? Sin ninguna respuesta, Kunaiewe no tuvo otra opción que continuar a pie.

Viajar así no tenía ningún sentido racional. Era consciente de que en tan lamentable estado jamás llegaría a su aldea. Y si por algún insólito milagro su agónica vida se estirara lo suficiente, la muerte, inevitable, llegaría de las manos de los invasores. Pero reza la creencia que cada hombre, mujer y niño está ligado a sus hermanos por las fuerzas que rigen el orden de las estrellas, la luna y el sol. Si el pueblo oncario iba a desaparecer, se debía al menos retar a la extinción de pie; hombro a hombro con sus hermanos.

Pese al fiero esfuerzo, las energías de Kunaiewe se agotaron con extrema rapidez. Cayó una vez mientras atravesaba el Paso de las nubes. El viento que reinaba en lo bajo del acantilado soplaba con demasiada fuerza. Pero tras un breve descanso, logró incorporarse. Cayó otra vez antes de alcanzar el yermo rojo y esta vez no pudo andar un solo paso más. Sus piernas dejaron de responderle. Kunaiewe se arrastró cuanto pudo sobre el pedregoso suelo pero solo consiguió agotarse más allá de cualquier voluntad de seguir adelante. La conexión entre su alma y su cuerpo comenzó a desvanecerse. Payenna lo reclamaría en su seno. Su espíritu viajaría al gran fuego universal y se uniría a la danza con sus ancestros. Este pensamiento le trajo una última sonrisa. Y al final, se desplomó.

Pero Payenna tenía otros planes.

En las Montañas humeantes, no habitan los hombres. Menos aún son los moradores del yermo rojo. Las tierras secas no se los permiten. Por esta implacable razón no había motivos para que una escuadra de pastores de las nubes recorriera los confines de estos horizontes. Pero lo hicieron.

Uno de los pastores que montaba en la retaguardia divisó al oncario tendido de bruces y dio aviso a sus hermanos. No tenían ningún deber con los otros clanes. Cargar con un muerto supone además de un augurio temible para los supersticiosos pastores. Pero aquel que lo descubrió advirtió que aquel hombre caído estaba vivo. El líder de la escuadra meditó un momento y luego concluyó que este inusual hallazgo debía informarse a la matriarca. Los pastores de las nubes posaron a sus alados picoagudos cerca del cuerpo del joven. Llevaba las ropas desgarradas y estaba cubierto en sangre. El líder se quitó la capucha y se enjugó el sudor de la frente; estaba muy delgado, sus vestiduras colgaban tristes y las correas le bailaban flojas. Como muchos de los pueblos en guerra, pasaban hambre y sus cuerpos llevaban este estigma a cuestas. Se acercó al muchacho y reconoció las marcas en la piel: se trataba de un oncario. Pero ninguna buena razón explicaba por qué un oncario se encentraba tan lejos de sus llanuras. Los pastores debatieron, acaloradamente, mientras decidían que hacer con este hombre que estaba peregrinando a la otra vida.

– Los huesos de ningún hijo de Payenna deben repostar bajo el sol – señaló uno, sabiamente.

– Los oncarios, es sabido por todos, que expulsan a sus criminales o a traidores – objetó otro – Este que aquí yace a nuestros pies ya ha elegido su destino.

El líder de la escuadra compartió esta posición y estuvo a punto de ordenar que lo dejen cumplir con su castigo. Pero el pastor que lo descubrió expresó su sentimiento.

– Este hijo de oncarios porta las marcas de los espíritus. No puede ser otra cosa que un chamán. Siendo así, la matriarca querrá hablar con él.

– Este hombre es un criminal – repuso aquel que remarcaba la postura de abandonar a Kunaiewe a su suerte.

– Ningún criminal camina sin agua ni alimento por todo el yermo rojo sólo para darse muerte. Hay otras maneras de terminar con la propia vida sin sufrir semejante martirio – respondiendo esto, el pastor se pasó un dedo por la muñeca, allí donde se esconden las venas. Se hizo un silencio entre los pastores. Mejores argumentos no hubo y entonces, cargaron al oncario en la grupa de una de las bestias. Uno a uno los picoagudos alzaron vuelo, levantando gordas nubes de polvo con sus largas y emplumadas alas grises, y se perdieron entre las eternas cumbres nevadas de las Montañas humeantes.

Al llegar a un muy humilde asentamiento, depositaron el cuerpo de Kunaiewe a los pies de una esbelta muchacha. Ésta estaba sentada en una silla alta sobre una tarima. En otro tiempo, el trono de la matriarca era soberbio, grandioso. En otro tiempo el trono era distinto. Al igual que la matriarca, que para ser la señora de los pastores era realmente joven en cuerpo y en edad. Más no en aptitudes. Likanrayen acababa de llegar al poder tras la lamentable muerte de su madre. La guerra contra los pálidos había diezmado también a esta antigua tribu que habitaba los anchurosos bosques muy al norte de las planicies oncarias. Los pocos sobrevivientes se habían refugiado entre las montañas.

– ¿Quién es este hombre que agoniza en mi tienda? – preguntó la matriarca a los pastores.

– Es un oncario. Fue encontrado a orillas del yermo – señaló el líder de la escuadra.

– Es un chamán, mi señora – agregó aquel pastor que lo encontró primero.

La gran matriarca se arrimó al joven chamán. Su cuerpo había sufrido un severo castigo. Más no había heridas de filos ni de puntas.

– ¿No son acaso los chamanes lo suficientemente poderosos para conversar con los espíritus? – les preguntó la matriarca – Ningún chaman hubiera dejado que le castigaran de este modo.

El chamanismo no es creencia entre los pastores de nubes. Estos jinetes de picoagudos mantenían el vínculo de Payenna no a través de los espíritus ni de los ecos elementales, sino por medio del amor y el respeto a todas las cosas vivas. Cada regalo de Payenna – desde los grandes mamíferos hasta los peces más pequeños, desde los árboles más altos hasta el musgo sobre las piedras a la orilla de los ríos – contiene en su interior una fracción de Payenna misma. Celebraban la vida; respetando hasta al menor de los insectos.

Alguien con virtudes elementales hubiera prestado un servicio incondicional a la menguada tribu. Pero la matriarca descreyó que este joven pudiera ser chamán en realidad. Por lo que dispuso entonces que lo lleven ante el curandero por respeto a su delicado estado. Pero cuando sanase, lo devolverían al yermo donde fue encontrado.

El líder de la cuadra hizo una señal y dos de sus hombres se aproximaron hasta el caído. Pero cuando apoyaron sus manos en el chamán, en la tienda de la matriarca sopló un viento desmedido y arrollador, como si una tormenta hubiera entrado en el interior de la tienda. Un relámpago, si es que pudiera manifestarse uno en tan reducido espacio, provocó a que algunos de los pastores huyeran aterrados. Los demás buscaron refugió. Incluso la matriarca.

Cuando aquella brujería menguó hasta desaparecer, los pastores vieron al joven de pie. Las heridas habían curado. Sus ojos brillaban con un fulgor azul sobrenatural.

– Gran matriarca – pronunció el oncario con una voz que no parecía propia de un cuerpo humano – Los enemigos de los hijos de Payenna deben ser expulsados de regreso al mar de donde vinieron. Su corrupción debe terminar. Llévenme hasta el frente, junto con mis hermanos ¡Que el viento, el trueno y el rayo atenderán mi llamado!

La gran matriarca era poseedora de un orgullo y una firmeza inquebrantable. A su temprana edad los males y los pesares de la guerra y el destierro habían forjado un duro carácter. Pero ante el poder desatado de un bailarín de los elementos – como los pastores solían referirse a aquellos que domaban las manifestaciones naturales de Payenna – no consiguió disimular un torpe balbuceo antes de aceptar el pedido del joven oncario.

Pero era, ante todo, la matriarca de un pueblo. Pudiera ser que su gente jamás se levante, pudiera ser que los días de los pastores hayan finalmente acabado. Pero mientras uno sólo de los pastores viviera, ella sería su madre. Entonces, mostrándose con todo su orgullo y firmeza, Likanrayen alzó la frente y así dijo a los hombres que permanecieron en la tienda.

– Los pastores de las nubes marcharemos a la batalla una última vez. Si está escrito que nuestro pueblo ha de enfrentarse al olvido, que sean nuestros nombres lo últimos en recitarse. ¡A montar, hermanos míos! ¡Nosotros guiaremos al chamán en el último frente!

Los pastores de las nubes no son un pueblo belicoso. Pero celebraron un consejo y danzaron como verdaderos guerreros en la víspera de la última cruzada. Con el chamán de los oncarios a su lado, la batalla estaba por fin equilibrada. Por la mañana los pastores de las nubes alzaron vuelo sobre el yermo rojo, dejando la puerta de la noche a sus espaldas.

Kunaiewe permaneció en silencio gran parte del viaje. Montaba detrás de la matriarca. Su picoagudo era lo suficientemente grande y fuerte para llevar a ambos en su espalda. La matriarca Likanrayen respetó su silencio. Hasta el momento en que el oncario confesó:

– Serás una buena líder – aseguró – Los pastores son felices de tenerte.

– ¿Cómo sabes lo que piensan, oncario?

– Los ancestros de tu pueblo. Ellos me lo dicen.

– ¿Mis ancestros?

– Onkhaie, tu madre. Está orgullosa de la mujer en la que has convertido.

Dicho esto, la matriarca rompió en lágrimas. Era joven. Muy joven para cargar el peso de toda una tribu en la espalda. La guerra comete crímenes mucho peores que la muerte.

– Fue la única familia que tuve – sollozó la muchacha – Toda la sangre de mi familia riega los campos donde murieron aplastados bajo las armas de los pálidos.

– Tu madre fue tu única familia. Hasta ahora – contestó Kunaiewe.

La joven matriarca se volteó al escuchar esa alusión tan extraña y lo miró a los ojos. Centelleaban. Como los destellos de un cercano amanecer, como el reflejo del sol en el calmo río. El chamán no era mucho mayor que ella. Tenía los rasgos masculinos de su rostro atractivos, que se deben a la bendición de la juventud. Pero esos ojos... eran como dos hondos pozos brillantes, dos lunas que robaban el protagonismo de la noche más estrellada. Likanrayen se dejó perder en ellos. Kunaiewe acercó sus labios a los de ella. Y la besó.

Cuando el sol cayó por la puerta de la noche, los pastores continuaron volando hasta que la oscuridad les impidió verse entre sí y entonces descendieron para descansar a las bestias. Dispusieron un precario campamento y levantaron la tienda de la matriarca. Pero ella, en secreto, no la ocupó. Cuando la luna dorada iluminó el yermo, aprovechando las luces y las sombras por igual, se escabulló furtiva hasta la humilde tienda en donde reposaba el chamán. Esa noche, en la víspera de la batalla, los dos amantes se embriagaron de placer.

Al día siguiente, tras alcanzar las planicies verdes de los oncarios, la pequeña hueste divisó a lo lejos las muchas columnas de negro humo que ascendían en lo alto.

– ¡Los oncarios están siendo masacrados! – se informó desde la vanguardia – Cientos de pálidos toman el poblado por fuego y por acero.

– ¡Son miles! – exclamó un jinete sin esconder su miedo.

Entonces la matriarca se paralizó, reprimiendo el instinto natural de huir. Observó a ese enemigo imparable, invencible, corriendo entre las tiendas de la aldea. Eran demasiados. Como moscas sitiando un cadáver putrefacto. Los pocos oncarios que resistían caían como el trigo ante la hoz. No bastaba un puñado de pastores para revertir la tan terrible masacre. Pero Kunaiewe sin aviso alguno, saltó del lomo del picoagudo de la matriarca y se dejó caer con los brazos extendidos. Pero al suelo no llegó su cuerpo. El último chamán de los oncarios se transformó en un furioso vendaval, al igual que lo hacen los brujos nawales. Los oncarios lo relatan así;

Descendió como una estrella del firmamento,

la tierra se abrió bajo sus pies desnudos.

De sus narices brotaron nubes negras,

que abarcaron el cielo por los cuatro horizontes.

De cada mano chasqueó el relámpago

que estalló con la voz misma de Payenna.

De su boca escapó el viento

que derribó a todos, amigos y enemigos.

Pero de sus ojos, centellearon los rayos,

que encendieron la esperanza y sembraron el terror

en los corazones de sus hermanos

y en los oscuros vacíos del pálido enemigo.

Sin piedad, Kunaiewe arrojó rayos contra la maquinaria de guerra de los pálidos. Espantó a sus bestias de espalda velluda y quemó sus armas de hierro como si de paja estuvieran hechas. Fieles en su promesa los pastores de las nubes se sumaron al azote de la venganza. Más su parte hicieron los supervivientes oncarios; cada mujer, niño y anciano levantó la lanza y el hacha y acometió contra un enemigo que lo superaba en número y maldad. Muchas buenas almas se apagaron. Pero quedaron otras para llorarlas.

Finalmente, cuando el último de los pálidos cayó en batalla o murió perseguido por los picoagudos, la tormenta sobrenatural amainó y Kunaiewe regresó a su forma de joven oncario.

A su alrededor se reunieron los oncarios y los valientes pastores. Aunque vencedores, los dos pueblos estaban demasiado castigados. Se adelantó uno de los ancianos que había intercambiado una mano por un muñón por el precio de la vida. Le manifestó con tristeza:

– Joven hijo de Huim–anatupei, tu padre ha muerto en el frente sirviendo con bravura a nuestro jefe Huenchullán. Ninguno regresó con vida. Lo que tú ves aquí, es todo cuanto queda de nuestra raza.

– Mi pueblo llora la misma pena, noble anciano – la gran matriarca de los pastores de las nubes jadeaba, manchas de sangre bañaban sus brazos pero su semblante rígido no había perdido su gracia.

– No teman, hijos de Payenna – habló Kunaiewe – Sandaa ha entrado en comunión conmigo y prometió la supervivencia de nuestros legados. Empero no será desde hoy del modo en que fue ayer. Sandaa los bendecirá por muchos años si los dos pueblos rotos se unen en uno, que será grande y magno.

Las palabras del chamán desconcertaron a oncarios y pastores.

– Nuevas tradiciones han de forjarse para honrar a las viejas. Así es como los ancestros de ambos pueblos prefieren.

El anciano oncario, que tenía la suficiente edad para hablar por sus hijos y hermanos le dijo:

– Pero joven hijo de Huim–anatupei, Sandaa no es bondadoso ni misericordioso. ¿Cuál será el precio que habrá que pagar por semejante obsequio?

– Un precio que ya ha sido saldado.

El perfil del chamán pareció entristecerse. Sus hondos ojos centelleantes reflejaron una etérea melancolía. El anciano volvió a tomar la palabra.

– Huenchullán ha muerto sin heredero. ¿Quién conducirá a los oncarios en su lugar?

Kunaiewe señaló a la matriarca, quien se mostró sincera en la sorpresa. Se manifestó un descontento entre los oncarios restantes.

– Con todo respeto, joven hijo de Huim–anatupei – dijo el anciano – Una matriarca de pastores de nubes poco conocimiento tienen de nuestras tierras, de nuestra historia y de nosotros. ¿Por qué no has de guiarnos tú?

– Porque yo soy ese precio que ha sido saldado. En breve tomaré mi lugar en Sandaa y mi cuerpo abandonará de este plano.

Las mujeres oncarias gimieron y los jóvenes contuvieron las lágrimas.

– Pero en el vientre de esta mujer yace el fruto de nuestra unión; la promesa de un nuevo futuro – la matriarca se llevó las manos al vientre. No creyó de inmediato en las palabras de Kunaiewe. Pero algo en su interior había cambiado. Es una sensación de amor puro y pleno que sólo las madres conocen.

– De ella nacerá mi hijo y será fuerte y noble de corazón. Unirá los pueblos así como unirá también los dos mundos. Porque él versará las fuerzas espirituales. Como su padre y como mi padre.

Dicho esto, el joven chamán comenzó a disolverse en una brisa de polvo argento al viento. Antes de partir de una vez y para siempre, le dijo a Likanrayen en un susurro que sólo ella pudo escuchar:

– Cruel es el destino que separa a los amantes y yo he de sufrirlo dos veces. Pero mi espíritu te acompañará por siempre, hasta que llegue el día de reunirnos una vez más.

Con la suavidad de un céfiro, Kunaiewe se desvaneció. El brillo de sus ojos permaneció un momento más. Y luego el oncario se volvió leyenda.

Los oncarios y los pastores cuentan así el origen de la unión de los dos pueblos y de cómo vencieron a los pálidos quienes nunca más regresaron. La primer Gran Matriarca Likanrayen condujo a su joven pueblo mestizo a una era de paz y prosperidad como pocas veces en la historia se recuerda. Nueve lunas más tarde, dio a luz a un hijo que llamó Konenpan, que significa “recordar” en la lengua de las planicies. El niño poseyó la belleza de su madre y los ojos de su padre que, según cuentan, cuando la oscuridad era la suficiente, un resplandor celeste podía apreciarse en ellos.

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